13. Compañeros

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Con las primeras luces de la madrugada el personal del zoológico Florentino Ameghino, iniciaba sus actividades.

Tanto empleados como voluntarios, se reunían en un comedor común para la comida más importante del día; compartían el mate, los criollos y las charlas animadas, para luego dar paso a la ajetreada rutina diaria.

Steven Roberts, voluntario procedente de Australia, compartía la mesa entre risas y bromas, con el resto de sus compañeros de tareas. De 29 años, carácter alegre y contextura robusta, sobresalía del resto por su piel trigueña y sus intensos ojos verdes. El estar al otro lado del mundo, era para él una aventura que lo emocionaba grandemente y se le notaba en el semblante. Oriundo de la pequeña ciudad de Dubbo, se había incorporado al staff del zoológico gracias a un acuerdo de intercambio.

Había sido muy bien recibido, en un ambiente de fraternidad. Al llegar, seis meses atrás, sin hablar una palabra de español, se había sorprendido de que la mayoría de sus compañeros de labor, hablaran fluidamente el inglés y esto le había ayudado a adaptarse. Y, de a poco, había ido entendiendo las populares cargadas, tan características del sentido del humor de los argentinos. Ni bien tomaron confianza, sus nuevos compañeros habían empezado a cargarlo:

—¡Che, «Australia»!, ¡Tomate un mate!

«No, grrracia. Tomo tea».

—¡Pero no!, ¿Cómo vas a tomar té!

—¡El té es para las viejas! ¡La nona Australia, te vamos a decir de ahora en más!...

Lo primero que aprendió fueron malas palabras: insultos y vocablos con doble sentido que sus colegas —la mayoría hombres de entre veinte y treinta años—, se divirtieron enseñándole. El resto del tiempo, le hablaban en inglés para que no se sintiera excluido, pero él insistió en que quería volver a su país sabiendo "argentino", por lo que les pidió que hablaran con normalidad.

Había iniciado su carrera en el zoológico Taronga, ubicado en su ciudad natal, a la temprana edad de 11 años, por medio del programa de pequeños guardaparques.

Allí había aprendido, asistiendo a los verdaderos guardaparques y, habiendo alcanzado la mayoría de edad, se había incorporado como auxiliar del zoo. En ese entonces sus tareas iban desde responder preguntas de los visitantes, hasta palear los desechos de los animales allí alojados. Con el tiempo y una intensa capacitación, se había convertido en cuidador oficial.

Un par de años más tarde, gracias a los excelentes recintos y la asistencia veterinaria con que contaba el zoo-parque Taronga, la población de algunos animales creció demasiado como para poder contenerla adecuadamente. Fue así que se acudió al programa de intercambios.

El programa había sido llevado a cabo en varias oportunidades, con la salvedad de que, esta vez, se decidió ofrecer los convenios de colaboración mutua, a países menos desarrollados en políticas de conservacionismo y con bajos estándares de calidad en sus zoológicos, con la idea de ayudarlos a mejorar. Así fue que el nombre de Argentina apareció en el listado de posibles candidatos.

El zoológico Florentino Ameghino, ubicado en la zona central del país sudamericano, donde el clima era apropiado para los animales exóticos, había sido uno de los contactados para recibir los ejemplares australianos. El intercambio, además, incluía el acompañamiento de un guarda especializado, quien se encargaría de brindarle al zoológico receptor, todo su conocimiento para la construcción del recinto donde serían alojados los nuevos habitantes y asesoraría a los futuros cuidadores.

Por su parte, el Ameghino, había aportado al intercambio, dos parejas de aguará guazú —o lobo de crin—, y había enviado a un guardaparques al Toronga, para ayudar con las tareas de adaptación de los cánidos.

De esta manera Steve había llegado como guarda especializado, al que sería su nuevo hogar por el siguiente año, en que duraba el acompañamiento. Y tras seis meses, ya era uno más de la gran familia del Ameghino.

—¿Vas ahora para el recinto de los «cuscos»? —le preguntó Lucas, el cuidador de los ungulados, levantándose de la mesa. Aunque no lo quisiera reconocer, le había tomado cariño al gringo.

—Sí, voy parga-ayá —respondió Steven, con marcado acento, contento de tener un compañero  de camino hasta el lugar donde estaban alojados sus animales.

—Buenísimo, "subí que te llevo".

Steve respondió con una amplia sonrisa. Ya habían quedado atrás los días en que volteaba a ver en todas direcciones, buscando dónde debía subirse. Y, colocándose su sombrero fedora de la suerte, se levantó y siguió a su compañero hacia la salida. Abandonaron el comedor y se dirigieron hacia los recintos del sur, donde cada uno iniciaría con su jornada laboral.

***

—Bueno, ya tenemos cita para mañana a las diez con el director de zoonosis —expuso Diego al cortar la llamada en su celular, satisfecho por la gestión realizada—. Solo hicieron falta... ¿qué?, seis llamadas para lograr que el tipo me atienda —comentó con una mezcla de ironía y desespero.

—Bien, y a la tarde nos espera González Soler en el hospital; hace unos minutos mandó un mensaje: dice que tiene unos resultados que nos van a interesar mucho... —y con agobio, agregó— debemos estar más cerca de encontrarle una solución a esto, porque... no podemos estar más lejos, ¿no?

Diego la vio agotada, con marcadas ojeras y rodeada de pilas y más pilas de papeles. La mujer que tenía enfrente era admirable, no paraba. Era capaz de estar horas frente a los informes, leyéndolos, comparando datos, confeccionando estadísticas. Era una gran compañera y se tomaba muy en serio su trabajo.

—¿Por qué no descansás por hoy? ¿Has comido algo? —preguntó, escrutando el rostro de la enfermera.

—Sí; desayuné unos mates con unas masitas medio húmedas que encontré en la alacena —le respondió ella, despreocupadamente. 

—¡Pero eso fue hace como doce horas! ¡Pará!, dejá eso y vayamos a comer algo— le propuso, mientras le tomaba suavemente la mano para quitarle un papel que sostenía y colocarlo en una de las pilas. Y sin soltarle la mano, la condujo a la cocina y la hizo sentarse en una banqueta del desayunador.

—Tener el trabajo en casa, ¡es una gran ventaja! —dijo contento, al llegar a la heladera; pero el ánimo se le vino abajo, al abrir la puerta y encontrar mucho espacio vacío.

—¡No te hagás problema! —exclamó entre risas, Marcela—. Vos dejame a mí, que te convierto cualquier sobra en un banquete delicioso—. Y pasando junto a Diego, se puso a hurgar en el refrigerador. El perito le dio espacio, soltando una risita, y se sentó sobre la mesa del desayunador.

—¡Vamos a ver si sos capaz de hacer milagros!

La mujer volteó hacia Diego cargando un platito con un trozo de carne que hacía demasiado tiempo que había quedado olvidado en la heladera.

—Mirá, por ejemplo, este bife seco: ¡todavía sirve! —dijo con una expresión pícara, llevándoselo a la boca y haciendo palanca con los dientes, como si quisiera verificar si era de oro.

Ambos soltaron una carcajada. «Qué bien se siente reír después de tanto tiempo», pensó Marcela. Y se siguieron riendo. Tanto, que les faltó el aire...

No. Solo a ella le faltaba el aire. Su expresión cambió de la risa al pánico. Se estaba asfixiando.

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⏰ Última actualización: Mar 31, 2018 ⏰

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Cacería de brujas   (Incompleta y abandonada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora