2. El perito y la periodista

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Era de madrugada cuando sonó el teléfono. Diego lo apagó instintivamente, pensando entre dormido que se trataba de la primera de muchas alarmas que sonaban todas las mañanas, cada diez minutos, comenzando a las 5:45hs. El teléfono volvió a sonar enseguida y esto lo despertó: había sonado demasiado pronto para ser la segunda alarma.

Tomó el dispositivo y miró la pantalla, frunciendo el ceño y pestañeando varias veces hasta hacer foco. Era su jefe el que llamaba y el reloj en el visor marcaba las tres de la madrugada: algo había pasado que no podía esperar hasta la mañana.

Se sentó en la cama y atendió de inmediato:

—Héctor —saludó Diego con voz ronca—, ¿qué pasa?

—Tenemos un par de occisos en el Hiper Sol —le respondió su jefe.

—¿Hubo un robo? —preguntó extrañado, mientras encajaba el celular en el hombro y comenzaba a ponerse los pantalones.

—No; los encontraron en el sector del basurero, tras el estacionamiento. Parece que llevan muertos todo el día. Venite, que necesito gente acá.

—Voy para allá —contestó y cortó la llamada.

Terminó de vestirse y abandonó el departamento con su morral al hombro y la llave del auto en la mano.

Diego Domínguez, perito forense dependiente de la Policía Científica de la PFA no perdió un segundo en llegar a la escena. De treinta años, con una sobresaliente formación profesional y una aguda percepción natural, lo hacían idóneo para la tarea.

De pequeño nunca se le hubiera ocurrido trabajar para la policía. Durante su adolescencia evidenció que tenía gran facilidad por las ciencias, por lo que al terminar el secundario ingresó a la carrera de Química en la Universidad Pública, con la idea de dedicarse a la investigación.

Sin embargo, cuando estaba ya en su último año descubrió las series de televisión del tipo CSI, gracias a su compañero de pensión, quien no era particularmente muy aplicado en sus estudios y solía pasarse días enteros viendo maratones de esa clase de series.

El argumento de éstas se centraba en la investigación criminal y el relevamiento de la escena del crimen. La ciencia aplicada y el uso de tecnologías avanzadas lo deslumbraron. Y en ese momento tuvo una epifanía: eso era lo que quería hacer el resto de su vida. Así es que abandonó la Licenciatura en Química y se inscribió en el Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina. Su actual jefe, Héctor Ceballos que se desempeñaba allí como profesor, enseguida notó sus dotes, apadrinándolo durante los siguientes cuatro años que duró su formación.

Cuando Ceballos fue ascendido a Jefe de División no dudó en sumarlo a su equipo. Había sido como un padre para él —uno muy exigente, por cierto—, y lo había apoyado desde que lo conoció, a diferencia de su verdadero progenitor con quien hacía años que no se hablaba. 

Al arribar al Centro Comercial, Diego observó la gran cantidad de público reunido. «Al parecer las tres y media de la mañana es la hora pico para los curiosos del barrio», pensó. Entre ellos, distinguió a Gabriela Salas, cronista del canal sensacionalista local, quien solía tener un marcado gusto por el morbo.

Dando un ruidoso suspiro de fastidio, dejó su auto en el estacionamiento, se bajó y se dirigió hacia el punto al que todos los metiches querían acercarse y eran, a duras penas, mantenidos a raya por un par de agentes. Diego saludó a sus colegas con un movimiento de cabeza al pasar y se compadeció de ellos por la situación con la que les tocaba lidiar.

Cuando iba llegando al sitio, Gabriela Salas se le acercó corriendo y empezó a seguirlo

—Diego, tanto tiempo ¿cómo estás? —le dijo atropelladamente, sin esperar la respuesta que realmente no le interesaba, y empezó con el interrogatorio sobre lo que sí deseaba saber: —¿Qué me podés contar de los asesinatos? ¿A tu criterio se trata de un crimen de odio? ¿Estamos ante un caso de gatillo fácil?...

Diego se detuvo de golpe y con un ademán de la mano, la cortó en seco.

—Mire, señorita, aún no llego a la escena, por lo que la respuesta a cualquier pregunta en este momento es: «sin comentarios» —le respondió cortante, se dio media vuelta y siguió su camino, dejándola con la boca abierta y una gran decepción.

Pero Gabriela no era una mujer que se amedrentara fácilmente. Mientras veía a Diego alejarse hacia el lugar del hecho, la rubia observó a su izquierda una puerta de servicio abierta y sin demora se escabulló dentro del Hipermercado. De una forma u otra se acercaría lo suficiente para obtener su noticia.

Con 26 años recién cumplidos, atractiva, luciendo siempre un profundo escote y polleras de tubo tan ajustadas y cortas, que no dejaban mucho a la imaginación, había sabido abrirse camino en el mundo de las noticias, dominado por hombres. Siempre conseguía quedarse con las mejores primicias, a cambio de favores o de no revelar información comprometedora a la que, de alguna manera, lograba tener acceso.

Caminado en puntas de pie para que los tacos no la delataran, Gabriela recorrió los vacíos pasillos del Centro Comercial siguiendo una pared, como si de un laberinto se tratara. En un momento se detuvo y se escondió en la penumbra; al final del corredor se veían dos agentes custodiando una puerta de doble hoja, que parecía dar al callejón. Del otro lado, estimaba, debían encontrarse los cadáveres.

A unos cinco metros antes de llegar a la puerta, Gabriela observó el ingreso a los baños. Se acomodó el escote y caminó resuelta hacia los guardias.

—Señorita, no puede estar acá —le indicó uno de los agentes, en tono autoritario.

—Disculpe, pero tengo que ir —le respondió, al tiempo que llegaba a la entrada del sanitario y se metía rápidamente, antes de que tuvieran tiempo de rebatirle.

Una vez adentro, corrió sin disimulo hasta el último cubículo, se metió y cerró la puerta con seguro. El espacio era realmente reducido, pero se encontraba muy limpio. Tomándose de las paredes de ambos lados, se paró con destreza sobre el inodoro y estirando el brazo lo más que pudo, tomó con la punta de los dedos el seguro de la ventila que se hallaba sobre el tanque y lo destrabó para luego entre-abrir un poco el tragaluz. Sacó de su escote un diminuto grabador, que siempre llevaba escondido en el corpiño, lo encendió y lo depositó en el filo de la pequeña ventana.

Se quedó inmóvil y en silencio, escuchando. Se oían muchos ruidos y voces que no lograba distinguir, pero eso no importaba. El minúsculo dispositivo de grabación poseía un potente micrófono y ella contaba con un aliado en el departamento de sonido del canal quien, a cambio de un pequeño «favor», podría filtrar la grabación, separando los sonidos de las voces. Ya lo había hecho antes, muchas veces.

En eso escuchó los pasos de alguien que entraba al baño.

—Señorita, debe retirarse ahora —escuchó que le ordenaba la voz de uno de los guardias quien, viendo que se demoraba en salir, había ido a buscarla.

Rápidamente tomó el aparatito, se lo metió nuevamente en el escote y bajó del inodoro sin hacer ruido. Volcó el agua del baño y salió en dirección al lavabo, actuando con normalidad.

—¡Ya salgo! —dijo con tono enojado, mientras se lavaba las manos bajo la canilla—. ¡Es el colmo que una no pueda ir al baño tranquila! —exclamó, simulando estar ofendida.

Arrancó una toalla de papel del dispenser y salió secándose las manos; al pasar junto al agente, lo miró con desprecio por haberla interrumpido. Sin embargo estaba segura de haber grabado lo suficiente como para poder «armar algo». Salió del Hipermercado por donde había ingresado, con total impunidad, y se perdió entre la multitud.

Cacería de brujas   (Incompleta y abandonada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora