7. Más muertes

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Sonó el celular y Héctor Ceballos se despertó, tomó el aparato y atendió de inmediato. Estaba más que acostumbrado a recibir llamadas a cualquier hora. A su lado dormía profundamente su esposa, quien también estaba habituada —pero a ignorar— esas llamadas que usualmente recibía su marido.

De hecho podría decirse que la mujer estaba acostumbrada a ignorar todo, incluso a su propio esposo. Héctor apenas recordaba cuando eran jóvenes y estaban enamorados.

Luego de casados, por insistencia de él, la esposa se había quedado en el hogar para estar preparada cuando llegaran los niños. Pero los niños nunca llegaron y con él trabajando hasta tarde o saliendo de madrugada, tras algún llamado urgente, pronto dejaron de verse, de hablarse y el abismo creció hasta convertirlos en dos extraños. Habitaban la misma casa y compartían el dormitorio, pero no tenían más relación que la de saludarse por cortesía, si es que llegaban a cruzarse en algún momento del día.

Héctor la miró de reojo, mientras preguntó en voz baja quién hablaba:

—Jefe, soy Diego —se oyó del otro lado.

Ceballos suspiró y se dispuso a levantarse.

—Esperá —le dijo y salió de la habitación, descalzo y en calzoncillos, llevándose el teléfono consigo. Una vez en el pasillo, volvió a hablar.

—Diego, decime —le indicó, ahora que ya estaba fuera del dormitorio y podía hablar en un volumen normal.

—Perdoná que te moleste a las cuatro de la mañana, pero me acaban de confirmar desde el hospital nueve muertes más —le informó apesadumbrado.

Diego se quedó expectante. Esperaba que la noticia provocara en su superior la reacción que él deseaba. Del otro lado se hizo un largo silencio. Héctor se tomaba la cabeza con la mano que tenía libre y con los ojos cerrados, se frotaba la calva, pensando. Dio un profundo suspiro.

—¿Nueve más...? —Quiso confirmar—. ¿Aparte de los diez chicos de la guardería que me avisaste ayer?

—Afirmativo —corroboró Diego—; 36 afectados de los que fallecieron nueve —. Y luego continuó— esto se está poniendo feo, Héctor. Lo de los chicos pudo haber sido una intoxicación por algo que comieron en mal estado, como hablamos ayer; pero ahora las víctimas venían de distintos restaurantes. No estaban comiendo todos en el mismo lugar...

—Voy a pedir las autopsias a primera hora —comentó Ceballos, como pensando en voz alta— tiene que ser algo en la comida —afirmó.

—Definitivamente —coincidió Diego, entusiasmado, ante el cambio de actitud obrado en su superior—. Podemos estar ante un caso de comida contaminada. Tenemos que determinar qué comieron, y ver si hay coincidencias —enfatizó el perito—. A las siete me voy para el Hospital, a reunirme con el director. El contacto que tengo en la guardia me dijo que se encuestó a los familiares de los pacientes, sobre lo que habían ingerido los últimos dos días.

—Bueno, manteneme al tanto —concluyó Ceballos, y sin despedirse, cortó la llamada.

***

Marcela dio por terminado su turno a las cuatro y media de la madrugada. Las horas previas habían sido un caos y entre tantas corridas, se le habían pasado el tiempo. Ni siquiera había cumplido con su ritual de llamar a Jessica después de comer.

Acababa de hablar con el perito Domínguez para comunicarle la situación que se había vivido esa tarde/noche en la guardia del hospital. Lo notó preocupado, pero a la vez muy profesional. Le había agradecido que se hubiera tomado un momento para informarle, y le había pedido que siguiera así, avisándole de cualquier caso que supiera.

Los sucesos de esa noche salían de lo común, debido a lo generalizado y fulminante del cuadro; no obstante, Marcela estaba habituada a las madrugadas movidas: no era la primera vez que se retiraba tan tarde. Después del superclásico del fútbol local, solían llegar decenas de barrabravas con heridas de diferente consideración. También a la salida de los boliches, eran habituales los conductores ebrios accidentados y las jovencitas con cuadros de coma alcohólico.

Los jóvenes se exponían sin motivo, y al verlos en esas situaciones muchas veces se preguntaba dónde estaban los padres de esos chicos y si sabrían dónde estaban sus hijos. Por su parte tenía la tranquilidad de haber educado a su hija para que valorara su vida y su futuro. Ella siempre sabía muy bien dónde estaba Jessica y que no se expondría a ese tipo de cosas sin sentido. 

El taxi la dejó en frente de su domicilio. Descendió y caminó hasta la puerta, mientras hurgaba  en el bolso en busca de la llave. La encontró en el último recoveco. La introdujo en la cerradura y la giró lentamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Apenas entreabrió un poco le llamó la atención que en el interior estuviera la luz encendida. Jessica debería estar durmiendo desde hacía horas. En ese momento tuvo un mal presentimiento; un escalofrío le subió por la espalda.

Se metió a la casa sin detenerse a cerrar y corrió a la cocina. La mesa estaba puesta y la cena, a medio comer sobre un único plato. Y a un costado, en el piso, halló a su hija, tendida boca abajo. Parecía dormida, pero con sólo verla, ella supo que no lo estaba.

***

Pablo Villa estaba sentado en la barra de un café, esperando su infusión para llevar. Había salido temprano a buscar trabajo, ya que el incidente con los muertos lo había llevado a engrosar las filas de los desocupados.

Con la cabeza gacha, revivía imágenes de los sucesos acaecidos los últimos meses. Primero, la ruptura con su novia Jazmín. Luego, el desaire de quien casi fuera cuñado. Y ahora el espanto de encontrar los cuerpos; chocar, literalmente, con uno de ellos y terminar despedido por culpa de esa maldita reportera amarillista.

—¡Hey! ¡Pibe! —lo llamó agresivamente un cliente que estaba sentado en una mesa a sus espaldas, desayunando. Se giró lentamente, sabiendo que no había más clientes en el local, por lo que el llamado sólo podía ir dirigido hacia él. Lo miró un tanto temeroso.

—¿Qué pasa? —preguntó, tratando de disimular la ansiedad en su voz.

—¿Vos no trabajabas en el Hiper Sol? —le espetó el desconocido— me parece haberte visto ahí.

—¡No! Nada que ver —le dijo y se giró nuevamente hacia el mostrador.

En eso se acercaba la empleada con el café servido en un pequeño vaso descartable con tapa. Se puso de pie y preguntó cuánto era.

—Cincuenta pesos —le respondió la muchacha y al ver la cara de enojo del joven ante la estafa, agregó— sale con estos criollitos —y le acercó un paquetito de papel madera, a través del cual podían adivinarse en su interior, cinco o seis bizcochos pequeños.

Pablo pagó con un billete de cincuenta, agradeciendo no tener que quedarse a esperar el vuelto, tomó su compra y se dirigió rápidamente hacia la puerta, sin mirar al tipo que seguía observándolo fijamente desde la mesa. Podía sentir los ojos de aquél, clavados en su nuca, mientras se alejaba. Estaba a punto de salir, cuando lo oyó de nuevo.

—¡Sí, estoy seguro! Vos sos el que trabajaba en el súper. ¡Sos el que mató a los linyeras! —Declaró exultante el desconocido, al haber revelado su secreto.

—¡No! —gritó con bronca, y volviéndose agregó—, ¡yo no maté a nadie! —. Pero en el acto comprendió que el arrebato de furia no le ayudaría a cambiar la imagen que le había inventado Gabriela Salas, del monstruo desalmado, asesino de inocentes. Respirando con dificultad, dio media vuelta y se marchó.

—Deberían prohibirle entrar a cualquier local de comida —declaró el hombre. Y dirigiéndose a la muchacha tras el mostrador, que se había quedado paralizada ante la escena, continuó—. Escuché en el noticiero que anoche hubo varios muertos. Intoxicados. Me juego que es el psicópata éste, que anduvo haciendo de las suyas. Después que mató a los vagos, le gustó y ahora mata a cualquiera que se le cruza.

—No sabía nada —respondió la muchacha, con espanto dibujado en el rostro. No dijo más, pero decidió que hablaría con el dueño al respecto. Le iba a pedir que le pusiera un guardia. No quería tener que encontrarse a solas con ese demente.

Cacería de brujas   (Incompleta y abandonada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora