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Después de esa marcha, salíamos a botear juntas, era más seguro, ya se empezaba a hablar de que había espías en las calles y si te veían con cara de revoltoso te llevaban a quién sabe dónde. Ella llegaba en su coche convertible, con unos lentes oscuros circulares y una sonrisa. La Nacha y el Felipe nos acompañaban, yo me apuraba para brincar y ser copiloto y poder mirarla de perfil con el sol haciéndole deslumbrar la carita apiñonada. Aunque entre todas éramos más machas que el Felipe, era más seguro salir con un hombre a las calles. Los majaderos se recataban si lo veían cerquita de nosotras, y es que la Twiggy llamaba mucho la atención, ¿y cómo no? Si estaba bien chula. No más los bueyes veían que el Felipe se le separaba un poquito y se le lazaban a puro piropo y los más imbéciles hasta se le acercaban a invitarle un refresco. La Twiggy nunca fue grosera, hasta con buenos modales trataba a los más majaderos. Y yo no más la miraba embelesada, ¿cómo era posible que existiera una muchacha como Camila? Mi respuesta la obtuve de a poquito, cuando lograba que habláramos de nosotras y no de la lucha o las injusticias del mundo.
Sólo la UNAM hizo huelga indefinida, para protestar y cuidar a sus alumnos y profesores, así estábamos esparcidos y no nos podían reprimir a todos juntos. La Twiggy seguía teniendo clases, porque los de arriba no se podían meter con los ricos, ellos sí tenían voz y contaban para los canijos. A veces la iba a buscar a la universidad, todos me miraban como bicho raro, como decía mi papá el código postal se me notaba, en esos tiempos vivía por el centro y aunque mis papás podían mantener a sus tres hijos no más estudiando, no éramos ricos y sus compañeros lo sabían. La verdad a mí no me importaba, para la Twiggy era una igual. Cuando salía por la puerta, como que la cara acartonada se le borraba y sonreía al verme. Las miradas de sus compas que vivían en las Lomas, se borraban y sus pasos tranquilos, un poco torpes que dirigían su cuerpo hacía mí, eran lo único que importaba. Hacía un movimiento con la cabeza para que la siguiera, mis pasos tras los suyos sonaban a "te seguiría hasta el fin del mundo" y aunque ella lo sabía, cada vez sus pasos terminaban en la puerta del copiloto para abrirla y que pasara, luego ella subía.
Después de que nos cambiaron de actividad en el movimiento para que no nos ubicaran, dejamos de botear y nos las pasábamos de café en café. Dejábamos el pliego petitorio en los baños o debajo de la propina, eso lo podíamos hacer solas sin la Nacha y el Felipe. A veces nos poníamos a platicar de nosotras, pero era muy reservada con su vida, como algo aprendido pero que a la vez le daba pena. Sólo hablaba con soltura de su hermanita Sofi y de sus materias, estudiaba Derecho. Su sueño era poder ayudar a los más pobres, porque ella sabía de sobra que vivía en un país donde era más fácil terminar en la cárcel por robar un pedazo de pan, que por corrupto. Decía "a mí no me importa el dinero, lo haré gratis, mi paga será ayudar, you know?". Ella era la única que pronunciaba bien mi nombre, yo imaginaba su lengua haciendo un giro raro para pronunciarlo como debía ser.
Entre café y café, boteada y tarea en silencio, me enteré que su apellido era Cabello; que su mamá era cubana, de esas burguesas que nacieron en el régimen de Batista y huyeron con la Revolución; que su papá era mexicano, pero cuando hablaba de él se ponía tiesa y con la cara acartonada, no le gustaba hablar de ese señor. Yo le conté lo poco que le podía contar sobre mi familia, del linaje casi desaparecido de cubanos y españoles que llegaron a esa isla aún como conquistadores. De mis dos hermanos menores y las comidas aburridas con la familia cada quince días. Tampoco tenía una razón tangible de por qué estudiaba letras, más allá de que me gustaba el lenguaje y lo que podían hacer con él. A pesar de todo eso, me escuchaba atentamente, como aprendiéndose cada palabra, apretaba los puños y todo.
A veces me iba a llevar a mi casa y otras, tomaba un camión, pero siempre nos despedíamos con un abrazo corto y un "hasta mañana".