VIII

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El olor a antiséptico me despertó de golpe. Todo era muy blanco, no sabía dónde estaba, una mano fría tocó mi frente para tranquilizarme. Era una enfermera, que sonreía al verme despertar.

—Que bonitos ojos tienes —dijo.

En la cofia tenía pequeños detalles de camuflaje verde. Era una militar. Aparté la cara bruscamente, en el movimiento me hizo recordar la pierna inmovilizada. Las caras, los gritos, la Nacha, los niños, la sangre, el olor a pólvora, el miedo; todo regresó de golpe, sentí asco de estar en ese lugar. Quise levantarme pero tenía la mano izquierda esposada a la camilla. La enfermera ya estaba saliendo al pasillo. "¡Asesinos!" grité. Pensé, que tal vez me encontraron desangrándome, tuvieron pena y me llevaron a ese hospital, para luego meterme al bote como presa política. La cabeza me punzaba por la medicación.

Volvieron a abrir la puerta. Camila corrió a abrazarme, lloraba y yo no podía abrazarla bien, todo me dolía y la pinche esposa.

—Twiggy... Mi Twiggy... tienes que sacarme de aquí, no quiero que me metan a la cárcel, me van a torturar para que hable, pero yo no sé nada. No sé nada.

—Tranquila, todo va a estar bien, ¿sí? Confía en mí —asentí con la cabeza—. Ahora calladita, no digas nada hasta que te diga que lo hagas, okay?

Entró un hombre de saco azul con detalles en dorado, todo el lado derecho del pecho estaba condecorado y una gorra del mismo color sobre el corte militar. Camila era el vivo retrato de ese hombre. Me dio una mirada rápida y miró con severidad a su hija, ella respondió poniéndose rígida, con la cara acartonada. Me mordí la lengua, quería gritarle que era un fascista, asesino, hijo de puta. Todo lo que era.

—Tu nombre —ordenó.

—Lauren Jauregui.

Movió la cabeza y Camila lo siguió afuera de la habitación. Todo tenía sentido, el por qué mis padres aceptaron tranquilos, el por qué sabía qué iba a pasar... El por qué ellos sabían dónde vivía... Me quedé congelada encima de la camilla.

Discutían afuera de la habitación. El hombre terminó dando un puñetazo en la pared, pero Camila no se movió de su lugar, lo miraba firme. Las ideas arremolinaban mi cabeza, ¿había sido todo planeado? ¿El departamento donde podíamos reunirnos "sin miedo"? ¿Yo? ¿Había sido la carnada para que entregar al comité al enemigo? ¿Qué significaba para Camila? La cabeza me daba vueltas, cada vez más y más rápido. Vomité en el suelo.

El hombre desapareció en el pasillo. Camila entró, un par de lágrimas brillaban entre las pestañas.

—¿Dónde están mis padres? —pregunté bruscamente.

—Ya vienen para acá... Deja llamo a la enfermera para que limpie eso —alcanzó un botón encima de la camilla y se quedó en silencio sentada a mi lado.

El hombre de limpieza dejó el suelo limpio, como si nada hubiera pasado ahí. Como, después me enteré, dejaron la plaza de Tlatelolco a la mañana siguiente. La primera plana de todos los periódicos del 3 de octubre de 1968, había sido el clima.

—¿Me van a dejar ir? —pregunté después de que el hombre salió.

Asintió una sola vez, las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Seguía teniendo la cara acartonada, no dijo nada más hasta que llegaron mis padres. Entraron por la puerta desesperados, con una sonrisa de alivio al verme despierta, viva. Me abrazaron. 

Camila se levantó de la silla, se despidió de mano de mis padres y salió por la puerta sin mirar atrás.

Todo es culpa de las minifaldas [Minific - Camren]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora