IX

100 12 4
                                    


De madrugada se llevaron todo, aventaron los cuerpos a camiones, como bultos y se los llevaron. La mayoría los quemaron, los tiraron al mar o los enterraron a los lados de la carretera. Fueron pocos los que llevaron a las delegaciones, a las morgues, para tener con qué sustentar "el fuego cruzado". Los números oficiales rondaban los sesenta muertos... Los que vivían en los edificios circundantes a la plaza, cuando tuvieron coraje de asomarse a la ventana, dijeron que sólo veían cientos, tal vez miles de prendas de ropa como tendida al sol. Todos esos eran muertos. Eran nuestros muertos. De ellos sólo quedaron zapatos al día siguiente.

Nunca encontramos el cuerpo de la Nacha.

Y me alegro, no hubiera soportado escuchar los gemidos de dolor de su madre, al ver a su hijita con la cabeza hecha añicos. Así mejor, sólo recordamos sus risotadas inoportunas, sus manos fuertes que ayudaban cada que podía. Tenía 23...

Ese mismo día me dejaron salir. En el auto, mis padres guardaban silencio. La ciudad entera olía a silencio. Todos guardamos horas de silencio por nuestros compañeros, nuestros hijos, nuestras madres y padres. Los militares seguían en las calles, pero hasta ellos guardaron las armas y cabizbajos miraban el suelo, "vigilaban". Los engañaron y se llevaron entre sus balas a civiles inocentes. Entendieron que ellos eran tan pueblo como nosotros, que a ellos también eran peones de los hijos de la chingada que gobiernan este país.

Camila no regresó y no me importó.

Me recostaron en mi cama. Una bala había perforado mi pierna, otra me había rasguñado el costado izquierdo del tórax. Unos centímetros me salvaron de morir. Pero mi vida pesaba más. Los vivos son los que tenemos que cargar la muerte y como pesa la hija de puta. La sentía anclada a cada centímetro de piel, eran las caras de mis compañeros, de los escuincles que nos siguieron para morir.

El olor a pólvora se mantuvo en mi piel por semanas.

La mayor parte del comité terminó en Lecumberri, todos como presos políticos. No torturaron a ninguno, el movimiento había desaparecido, sólo era reprimenda por portarse mal. En cuanto pude pararme fui a visitarlos, sólo me dejaron ver al Felipe. Tenía una sonrisa torcida en la cara, se alegraba de verme, coja pero viva. No lo tenían en las celdas de los presos políticos, lo metieron directito a la "J". "¿Qué me podía esperar? Aquí importa más que te metes al culo que tus ideales... Soy una jota" rio bajito. Me preguntó por la Twiggy y yo sólo negué con la cabeza.

Las Olimpiadas llegaron y el chango hocicón asesino, las llamó "las Olimpiadas de la paz". Las calles se restablecieron, bullía la felicidad de encontrarse en un momento histórico como ese. Mis padres y hermanos tuvieron la decencia de no ir, o si fueron yo no me enteré.

Cada vez podía mover más la pierna, podía ir a la tienda a comprar algo. A la universidad aún no podía ir sola, mi papá me iba a dejar. Los pasillos olían a tristeza, ninguno sabía muy bien cómo mirarse, cómo se suponía que debíamos continuar, así no más, nuestra vida.

Tenía 23 años y los sueños se me habían muerto como el ligamento de la rodilla. No podía doblarla bien, me dijeron que con terapia continúa podía recuperar un poco el movimiento. Yo no quise. Era un recordatorio.

Los meses pasaron... "¿No pasa nada cuando pasa el tiempo?" decía Paz en ese poema. No, no pasaba nada, éramos nosotros, los que quedamos, los que pasamos. Ni al tiempo, ni a las balas les importa a quienes se llevaban.



Mi mamá manejaba, estaba enojada, me caí en el supermercado y había roto bastantes cosas, se las cobraron. Todo por mi estúpida pierna. Mamá puso la radio para relajarse, pero las noticias salieron antes de que pudiera cambiarle, algo de una marcha. Bufó, sintonizando algo más y dijo entre dientes, como queriendo que no la escuchara, pero lo hice.

—Malditos revoltosos... Todo es culpa de ellos y sus minifaldas. Todo es culpa de las minifaldas.

Paró en un alto y me bajé del coche. Me gritó por la ventana, pero no hice caso, seguí caminando. Una puta prenda de ropa no fue la causante de todo, fueron los asesinos. Sólo caminé. Y como esa noche en la que sentí el peso de la vida, terminé en el edificio donde vivía Camila. Me acerqué a asomarme por la ventana, Pepe, el portero me descubrió.

—¡Señorita! Que gusto verla, con todo lo que ha pasado, me parece como magia saber que sus ojitos lindos andan todavía por el mundo —sonreí, vio mi boca queriendo decir algo—. La señorita Cabello se fue desde hace meses, se fue pa'l gabacho, ¿cómo ve?

—¿A estudiar?

—Uy, no sé, sólo un día su papá llegó con una camionetota y que desvalijaron todo el departamento en un santiamén. Se despidió de mí... Y sabía que uste' iba a regresar, ¿sabe? —lo miré confundida, me hizo que pasara para acompañarlo al cuartito donde dormía.

Estuvo revolviendo bastantes cajas, parecía que con cada inquilino que se iba le dejaba algo. Él seguía murmurando cosas, la verdad no le puse atención. Tenía la cabeza clavada en la Twiggy, en ella, despampanante en el gabacho. Me entregó una bolsa negra, le agradecí y caminé a Reforma para sentarme, ya no aguantaba la pierna.

Abrí el paquete: venía el vinilo de los Bich Bois, el libro de Paz, una cajita con cigarros, unos lentes oscuros de forma circular y un cuaderno.

Por inercia abrí el libro en el poema "Piedra de sol", seguían intactos mis subrayados con lápiz y al final del poema estaba escrito con su letra: ¿por qué el poema termina como empieza? ¿Insinúa que la vida es un ciclo, que irremediablemente, nos veremos en el inicio de nuevo? ¿Significa que la volveré a encontrar? Los ojos se me llenaron de lágrimas. Seguí hojeando el libro, pero no encontré nada más que me dijera que no sólo la imaginé. 

Abrí el cuaderno, tenía fechas y pequeños párrafos contando sus días. Era su diario. Sonreí cuando me encontré entre las líneas, me describía, hablaba de lo que era para ella... Luego, la fecha cuando le regalaron el departamento, decía: No confío en mi padre. Lauren se emocionó y corrió a contarle al comité... Sabía que no debían venir a este lugar, pero no supe cómo decirle que no... Se veía tan feliz. Espero que ese hombre considere que todos nosotros podríamos ser sus hijos, que haga honor al juramento de cuidar la Patria... Que recuerde que nosotros somos sus hijos, que no sólo la Patria es quienes les digan sus jefes... Es lo único que pido.

Cerré los ojos, muy fuerte. Las lágrimas se convirtieron en sollozos sordos. Seguí hojeando el cuaderno, lo último no tenía fecha:

"Sé que estoy rompiendo mi palabra de no despedirme; pero mi cuerpo se ha roto ya tantas veces que no importa.

Lauren. Ese día, en que sentí que te me ibas de las manos, recurrí a la única persona que era alguien entre los disparos: mi padre, el General Alejandro Cabello. Sabía que al hacerlo me iba a meter en problemas, pero no importó, no me importaron las consecuencias con tal de saber que no te me ibas a morir como rata, escondida en ese lugar como si lo que hiciste fuera malo.

Y pasó, le dio asco saber que su hija además de revoltosa era lesbiana... Así que me puso a escoger, si me quedaba en el país, te metía a Lecumberri; si me iba y olvidaba mis vicios, te dejaría en paz. Sabes qué fue lo que escogí, ojitos verdes. Y no me arrepiento.

Me matriculó en una universidad de New York, al final, en cualquier lugar puedo ayudar personas, ¿no? Y cuando se le olvide, podré regresar a mi México, con Sofi y con mi mamá.

Creo que no tuvimos tiempo y al final nunca te lo dije, pero te amo, Lauren."

Guardé todo en la bolsa de negra, la abracé a mi pecho y caminé a casa.

f

Todo es culpa de las minifaldas [Minific - Camren]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora