Capítulo 22: En los grandes almacenes

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Así fue cómo el mes de enero pasado, cuando empezaba a caer la nieve, ¡y si mehubiera caído encima, me habría delatado!, agotado, helado, dolorido, tremendamentedesgraciado, y todavía a medio convencer de mi propia invisibilidad, empecé esta nueva vidacon la que me he comprometido. No tenía ningún sitio donde ir, ningún recurso, y nadie en elmundo en quien confiar. Revelar mi secreto significaba delatarme, convertirme en unespectáculo para la gente, en una rareza humana. Sin embargo, estuve tentado de acercarme acualquier persona que pasara por la calle y ponerme a su merced, pero veía claramente elterror y la crueldad que despertaría cualquier explicación por parte mía. No tracé ningún planmientras estuve en la calle. Sólo quería resguardarme de la nieve, abrigarme y calentarme.Entonces podría pensar en algo, aunque, incluso para mí, hombre invisible, todas las casas deLondres, en fila, estabanbien cerradas, atrancadas y con los cerrojos corridos. Sólo veía una cosa clara: tendría quepasar la noche bajo la fría nieve; pero se me ocurrió una idea brillante. Di la vuelta por una delas calles que van desde Gower Street a Tottenham Court Road, y me encontré con que estabadelante de Omnium, un establecimiento donde se puede comprar de todo. Imagino queconoces ese lugar. Venden carne, ultramarinos, ropa de cama, muebles, trajes, cuadros al óleo,de todo. Es más una serie de tiendas que una tienda. Pensé encontrar las puertas abiertas,pero estaban cerradas. Mientras estaba delante de aquella puerta, grande, se paró uncarruaje, y salió un hombre de uniforme, que llevaba la palabra «Omnium» grabada en lagorra. El hombre abrió la puerta. Conseguí entrar y empecé a recorrer la tienda. Entré en unasección en la que vendían cintas, guantes, calcetines y cosas de ese estilo y de allí pasé a otrasala mucho más grande, que estaba dedicada a cestos de picnic y muebles de mimbre. Sinembargo, no me sentía seguro. Había mucha gente que iba de un lado para otro. Estuvemerodeando inquieto hasta que llegué a una sección muy grande, que estaba en el pisosuperior. Había montones y montones de camas y un poco más allá un sitio con todos loscolchones enrollados, unos encima de otros. Ya habían encendido las luces y se estaba muycaliente. Por tanto, decidí quedarme donde estaba, observando con precaución a dos o tresclientes y empleados, hasta que llegara el momento de cerrar. Después, pensé, podría robaralgo de comida y ropas y, disfrazado, merodear un poco por allí para examinar todo lo quetenía a mi alcance y, quizá, dormir en alguna cama. Me pareció un plan aceptable. Mi idea erala de procurarme algo de ropa para tener una apariencia aceptable, aunque iba a tener que irprácticamente embozado; conseguir dinero y después recobrar mis libros y mi paquete,alquilar una habitación en algún sitio y, una vez allí, pensar en algo que me permitiera disfrutarde las ventajas que, como hombre invisible, tenía sobre el resto de los hombres. Pronto llególa hora de cerrar; no había pasado una hora desde que me subí a los colchones, cuando vicómo bajaban las persianas de los escaparates y cómo todos los clientes se dirigían hacia lapuerta. Acto seguido, un animado grupo de jóvenes empezó a ordenar, con una diligenciaincreíble, todos los objetos. A medida que el sitio se iba quedando vacío, dejé mi escondite yempecé a merodear, con precaución, por las secciones menos solitarias de la tienda. Mequedé sorprendido, al ver la rapidez con la que aquellos hombres y mujeres guardaban todoslos objetos que se habían expuesto durante el día. Las cajas, las telas, las cintas, las cajas dedulces de la sección de alimentación, las muestras de esto y de aquello, absolutamente todo,se colocaba, se doblaba, se metía en cajas, y a lo que no se podía guardar, le echaban unasábana por en cima. Por último, colocaron todas las sillas encima de los mostradores,despejando el suelo. Después de terminar su tarea, cada uno de aquellos jóvenes, se dirigía ala salida con una expresión de alegría en el rostro, como nunca antes había visto en ningúnempleado de ninguna tienda. Después aparecieron varios muchachos echando serrín yprovistos de cubos y de escobas. Tuve que echarme a un lado para no interponerme en sucamino, y, aun así, me echaron serrín en un tobillo. Durante un buen rato, mientrasdeambulaba por las distintas secciones, con las sábanas cubriéndolo todo y a oscuras, oía elruido de las escobas. Y, finalmente, una hora después, o quizá un poco más, de que cerraran,pude oír cómo echaban la llave. El lugar se quedó en silencio. Yo me vi caminando entre laenorme complejidad de tiendas, galerías y escaparates. Estaba completamente solo. Todoestaba muy tranquilo. Recuerdo que, al pasar cerca de la entrada que daba a Tottenham CourtRoad, escuché las pisadas de los peatones. Me dirigí primero al lugar donde se vendíancalcetines y guantes. Estaba a oscuras; tardé un poco en encontrar cerillas, pero finalmente lasencontré en el cajón de la caja registradora. Después tenía que conseguir una vela. Tuve quedesenvolver varios paquetes y abrir numerosas cajas y cajones, pero al final pude encontrar loque buscaba. En la etiqueta de una caja decía: calzoncillos y camisetas de lana; después teníaque conseguir unos calcetines, gordos y cómodos; luego me dirigí a la sección de ropa y mepuse unos pantalones, una chaqueta, un abrigo y un sombrero bastante flexible, una especiede sombrero de clérigo, con el ala inclinada hacia abajo. Entonces, empecé a sentirme denuevo como un ser humano; y en seguida pensé en la comida. Arriba había una cafetería,donde pude comer un poco de carne fría. Todavía quedaba un poco de café en la cafetera, asíque encendí el gas y lo volví a calentar. Con esto me quedé bastante bien. A continuación,mientras buscaba mantas (al final, tuve que conformarme con un montón de edredones),llegué a la sección de alimentación, donde encontré chocolate y fruta escarchada, más de loque podía comer, y vino blanco de Borgoña. Al lado de ésta, estaba la sección de juguetes, y seme ocurrió una idea genial. Encontré unas narices artificiales, sabes, de esas de mentira, ypensé también en unas gafas negras. Pero los grandes almacenes no tenían sección de óptica.Además tuve dificultades con la nariz; pensé, incluso, en pintármela. Al estar allí, me habíahecho pensar en pelucas, máscaras y cosas por el estilo. Por último, me dormí entre unmontón de edredones, donde estaba muy cómodo y caliente. Los últimos pensamientos quetuve, antes de dormirme, fueron los más agradables que había tenido desde que sufrí latransformación. Estaba físicamente sereno, y eso se reflejaba en mi mente. Pensé que podríasalir del establecimiento sin que nadie reparara en mí, con toda la ropa que llevaba,tapándome la cara con una bufanda blanca; pensaba en comprarme unas gafas, con el dineroque había robado, y así completar mi disfraz. Todas las cosas increíbles que me habíanocurrido durante los últimos días pasaron por mi mente en completo desorden. Vi al viejojudío, dando voces en su habitación, a sus dos hijastros asombrados, la cara angulosa de lavieja que preguntaba por su gata. Volví a experimentar la extraña sensación de ver cómodesaparecía el trozo de tela, y, volví a la ladera azotada por el viento, en donde aquel viejocura mascullaba lloriqueando: «Lo que es de las cenizas, a las cenizas; lo que es de la tierra, ala tierra», y la tumba abierta de mi padre. «Tú también», dijo una voz y, de repente, noté cómome empujaban hacia la tumba. Me debatí, grité, llamé a los acompañantes, pero continuabanescuchando el servicio religioso; lo mismo ocurría al viejo clérigo, que proseguía murmurandosus oraciones, sin vacilar un instante. Me di cuenta entonces de que era invisible y de quenadie me podía oír, que fuerzas sobrenaturales me tenían agarrado. Me debatía en vano, puesalgo me llevaba hasta el borde de la fosa; el ataúd se hundió al caer yo encima de él; luegoempezaron a tirarme encima paladas de tierra. Nadie me prestaba atención, nadie se dabacuenta de lo que me ocurría. Empecé a debatirme con todas mis fuerzas y, finalmente, medesperté. Estaba amaneciendo y el lugar estaba inundado por una luz grisácea y helada, que sefiltraba por los bordes de las persianas de los escaparates. Me senté y me pregunté qué hacíayo en aquel espacioso lugar lleno de mostradores, rollos de tela apilados, montones deedredones y almohadas, y columnas de hierro. Después, cuando pude acordarme de todo, oíunas voces que conversaban. Al final de la sala, envueltos en la luz de otra sección, en la queya habían subido las persianas, vi a dos hombres que se aproximaban. Me puse de pie,mirando a mi alrededor, buscando un sitio por donde escapar. El ruido que hice delató mipresencia. Imagino que sólo vieron una figura que se alejaba rápidamente. «Quién anda ahí?»,gritó uno, y el otro: «¡Alto!» Yo doblé una esquina y me choqué de frente, ¡imagínate, unafigura sin rostro!, con un chico larguirucho de unos quince años. El muchacho dio un grito, loeché a un lado, doblé otra esquina y, por una feliz inspiración, me tumbé detrás de unmostrador. Acto seguido, vi cómo pasaban unos pies corriendo y oí voces que gritaban: «¡Vigilad las puertas! », y se preguntaban qué pasaba y daban una serie de consejos sobre cómoatraparme. Allí, en el suelo, estaba completamente aterrado. Y, por muy raro que parezca, nose me ocurrió quitarme la ropa de encima, cosa que debería haber hecho. Imagino que mehabía hecho a la idea de salir con ella puesta. Después, desde el otro extremo de losmostradores, oí cómo alguien gritaba: « ¡Aquí está! » Me puse en pie de un salto, cogí una delas sillas del mostrador y se la tiré al loco que había gritado. Luego me volví y, al doblar unaesquina, me choqué con otro, lo tiré al suelo y me lancé escaleras arriba. El dependienterecobró el equilibrio, dio un grito, y se puso a seguirme. En la escalera había amontonadasvasijas de colores brillantes. ¿Qué son? ¿Cómo se llaman?  

‐Jarrones ‐dijo Kemp.  

‐Eso es, jarrones. Bien, cuando estaba en el último escalón, me volví, cogí uno de esosjarrones, y se lo estampé en la cabeza a aquel idiota cuando venía hacia mí. Todo el montón dejarrones se vino abajo y pude oír gritos y pasos que llegaban de todos lados. Me dirigí a lacafetería y un hombre vestido de blanco, que parecía un cocinero, y que estaba allí, se puso aperseguirme. En un último y desesperado intento, eché a correr y me encontré rodeado delámparas y de objetos de ferretería. Me escondí detrás del mostrador y esperé al cocinero.Cuando pasó delante, le di un golpe con una lámpara. Se cayó, me agaché detrás delmostrador y empecé a quitarme la ropa tan rápido como pude. El abrigo, la chaqueta, lospantalones y los zapatos me los quité sin ningún problema, pero tuve algunos con la camiseta,pues las de lana se pegan al cuerpo como una segunda piel. Oí cómo llegaban otros hombres;el cocinero estaba inmóvil en el suelo al otro lado del mostrador, se había quedado sin habla,no sé si porque estaba aturdido o porque tenía miedo, y yo tenía que intentar escapar. Luegooí una voz que gritaba: «i Por aquí, policía! » Yo me encontraba de nuevo en la planta dedicadaa las camas, y vi que al fondo había un gran número de armarios. Me metí entre ellos, me tiréal suelo y logré, por fin, después de infinitos esfuerzos, liberarme de la camiseta. Me sentí unhombre libre otra vez, aunque jadeando y asustado, cuando el policía y tres de losdependientes aparecieron, doblando una esquina. Se acercaron corriendo al lugar en dondehabía dejado la camiseta y los calzoncillos, y cogieron los pantalones. «Se está deshaciendo delo robado», dijo uno. «Debe estar en algún sitio, por aquí». Pero, en cualquier caso, nolograron encontrarme. Me los quedé mirando un rato mientras me buscaban, y maldije mimala suerte por haber perdido mi ropa. Después subí a la cafetería, tomé un poco de leche queencontré y me senté junto al fuego a reconsiderar mi situación. Al poco tiempo, llegaron dosdependientes y empezaron a charlar, excitados, sobre el asunto, demostrando su imbecilidad.Pude escuchar el recuento, exagerado, de los estragos que había causado y algunas teoríassobre mi posible escondite. En aquel momento dejé de escuchar y me dediqué a pensar. Laprimera dificultad, y más ahora que se había dado la voz de alarma, era la de salir, fuese comofuese, de aquel lugar. Bajé al sótano para ver si tenía suerte y podía preparar un paquete yfranquearlo, pero no entendía muy bien el sistema de comprobación.  

Sobre las once, viendo que la nieve se estaba derritiendo, y que el día era un poco máscálido que el anterior, decidí que ya no tenía nada que hacer en los grandes almacenes y memarché, desesperado por no haber conseguido lo que quería y sin ningún plan de acción a lavista.  

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