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—Él murió una semana atrás.

Las manos rugosas de la mujer de platinados cabellos se extendieron hacia el Capitán, tendiéndole la humeante taza de té a la que no tuvo el coraje de rehusarse. Agradeció, firme en su asentimiento, sujetando la porcelana en sus masculinos dedos para luego precipitarse a beber, trémulo y devastado en sus movimientos. Una gota rehuyó y por su comisura se deslizó camino abajo, entremezclándose con la inesperada lágrima que, imitando su ritmo, le alcanzó.

—¿Cómo sabía que vendríamos? —preguntó Buck, quien por el rabillo del ojo observaba el estallido melancólico de su colega, sorbiendo de su propia bebida, desconociendo una cura para el irreversible dolor.

—Oh, Anthony fue siempre un hombre inteligente —dijo ella—. Tal como a usted, Capitán Rogers...

—Steve —interrumpió el aludido, falto de expresión—. Llámeme Steve.

La ajena accedió con amabilidad, sonriéndole antes de aventurarse nuevamente en su relato.

—Tal como a usted, él dejó cartas para mi esposo Jarvis, su antiguo mayordomo.

—¿Qué es lo que decía? —demandó.

—Eran indicaciones específicas. Una de ellas implicaba enviarle un par de epístolas llegada la fecha. —Pausó—. Confío en que hayan estado a tiempo en su posesión.

—Así fue —correspondió el de ojos cerúleos, limpiando la traición de sus sentimientos con el dorso de su palma—. ¿Había algo más digno de mención, ma'am?

—Me temo que no está en mi conocimiento. Si aguardan al regreso de mi esposo, quizá él pueda mostrarles la carta misma. Tony fue siempre un hijo para nosotros —murmuró, de repente entristecida—. Mi amado Jarvis jamás se desharía de su único recuerdo. Tampoco desobedecería su última voluntad. Después de todo, nuestro deber fue servirle a él y al resto de su familia.

—Stark nunca habló sobre ustedes. —Barnes se apresuró a comentar, curioso.

—Era un hombre reservado, no me sorprende que haya sido de esa forma. —Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa cálida, sobreponiéndose a la amargura—. En cambio, apenas pisaba su hogar y era un verdadero parlanchín. Me habló del Capitán... Steve —corrigió de inmediato—, unas cuantas veces. Las suficientes para saber de la importancia en su vida.

El más joven en la habitación regresó el gesto afable, mientras que el de hebras áureas se absorbió en su silencio, la mirada de tempestad dirigida hacia la ventana, ajeno a la conversación de los otros. Contrario a él, los zafiros del castaño se pasearon parsimoniosos por la acogedora sala, maravillado en los detalles, reconociendo el buen gusto del fallecido magnate y su afamado padre en las decoraciones, marcado el refinamiento de la madera, de las joyas cual atavío de ulterior a ulterior.

—Es magnífica —agregó tras su vistazo, llegando a sus oídos la suave risa de la mujer.

—Es un presente de Tony. Sabía lo mucho que adorábamos esta casa —expresó—. A sus quince años, tan cariñoso como solía serlo, se acercó a mí y prometió que lo daría todo por que la tuviésemos algún día. Le costó sus últimas riquezas, pero su alegría de vivir con nosotros siquiera un corto período fue incomparable. —Una lágrima más escapó—. Escribía poesía, fumaba de vez en cuando y en la cena nos contaba sobre sus descubrimientos científicos con esa pasión suya. Podía pasar horas en la habitación que usó como taller...

—¿A su marido le tomará mucho volver? —Secamente, Rogers cortó las anécdotas que se desvelaban con añoranza.

Se puso de pie bajo las miradas asombradas por aquel descaro, pasando sus dedos por la tela de su traje para deshacerse de las arrugas, sollozando en un rumor que logró pasar desapercibido. La de cabellos plateados negó y suspiró derrotada, como auscultando a quien reclama la verdad.

—Fue a hacer una visita. —Soltó, una lectura entre líneas—. Tal vez desees acompañarlo.

No fueron necesarias más palabras para que el Capitán, a paso firme, se aproximase a la puerta a sus espaldas y bruscamente despareciese del panorama. El frío azotó contra su rostro, mas no cedió a ningún inconveniente que representase un obstáculo en su recorrido. La imagen de los senderos se mantenía inmutable en su memoria, zancadas convirtiéndose en un trote, luego en el eco del hombre que corrió desmesurado, personas atraídas por el escándalo de su velocidad apartándose de súbito. No demoró en hallarse a las puertas del cementerio local, atravesando la senda de lápidas, nombres de jóvenes soldados grabados a fuego en las piedras, flores marchitas como ofrendas de un mortal para los que yacen en el lecho divino.

La silueta de un viejo hombre capturó a sus ojos avizorando y marchó hasta él, decantándose en el llanto irremediablemente al encontrarse frente al nombre de su furtivo amante, cayendo de hinojos en la adusta tierra, vencido, colmado entonces de desconsuelo inmenso. Las saladas gotas escurrieron por su enrojecido rostro sin clemencia, cubriendo su aflicción con sus palmas, gimoteando atormentado, nebulosos los sonidos cual fruto de su embozo.

—Oh, Dios... Tony. —De sus labios emergió el nombre por primera vez, un lamento acallado por su forzado mutismo, obligándose fallidamente a recomponerse—. Lo siento tanto. No debí marcharme esa mañana... Lo siento tanto —repitió.

Jarvis, observando con pena al alicaído hombre, se inclinó de cuclillas a un costado, palmeando su espalda en primera instancia, tan sólo acompañando a aquél que, en su orfandad, se derrumbó, apresando los granos de polvo en sus empuñaduras, buscando absurdamente el sostén de su vida, soterrado tal a metros bajo tierra.

—Él te perdonó —musitó una envejecida voz.

En respuesta, Steve Rogers sollozó.

Epistula ↠ StonyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora