La Heredera

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Una joven muchacha golpeó la puerta con firmeza; el terror y la curiosidad que atravesaba su piel la hacía erizar. Se alejó unos pasos, a la espera, y observó a lo alto de la mansión. No entendía como había terminado allí después de tantos confusos sueños, pero algo le decía que estaba haciendo bien yendo a ese lugar. Respiró hondo como forma de aplacar los nervios que se anudaban en su estomago. Era tan escalofriante e imponente la mansión que le recordaba las cientos de películas de terror que odiaba ver. Finalmente, pasó su mano por su pelo salvaje pensando en irse cuando escuchó el sonido de trabas que intentaban liberarse.

Miró fijamente la puerta. Ésta se movió y dio paso a una sombría mujer entrada en años que al verla sonrió.

— Buenas tardes —dijo ella con tono monótono, manteniendo la sonrisa como una sutil mueca.

— Buenas tardes, yo vine porque... —intentó explicar.

— Lo sé, solo sígame —dijo la señora cortando con su explicación, sin practicar y sin sentido.

Ésta se giró hacia el interior y empezó a caminar. Dudó por unos minutos hasta que la vio desaparecer entre unas grandes puertas. Miró a su alrededor y entró corriendo.

Una vez dentro cerró la puerta con cuidado, y observó el estado deplorable del lugar. Todo el antiguo esplendor estaba cubierto de polvo, roto y ausente. Sentía pena y curiosidad, al ver los cuadros de paisajes y retratos de personas antaña colgados ahí sin poder tener el privilegio de ser vistos. Siguió caminando por el vestíbulo hasta llegar a una sala con una gran mesa y un viejo candelabro. Lenta y cuidadosamente, caminaba hacia alguna parte hasta que se detuvo en una pequeña sala lateral. Ese lugar le dio un ligero confort que nunca había sentido antes; una mesita precedía un sillón, con viejos jarrones que adornaban distintas partes del lugar, y un viejo piano. De pie y enmudecida, observaba quietamente ese lugar que debió de ser casi sagrado para alguien.

— Señorita —escuchó la voz sombría de la señora que la atendió. La piel se le puso de gallina mientras se giraba. Le dedicó una sonrisa tranquila para ver a la mujer responderle de la misma manera— Sígame, este lugar es demasiado grande y puede perderse —le dijo señalando una puerta.

Ella asintió y empezó a caminar, echándole un último vistazo a esa sala tan acogedora.

Los pasos resonaban crípticamente en la madera mientras atravesaban un extenso pasillo que conectaba a diferentes sitios, algunos estaban abiertos y otros no. Ya no tenía el miedo que la gobernaba cuando esperaba, pero la incertidumbre aún se mantenía en la corteza de sus emociones. Con sus ojos en su espalda, deseaba preguntarle a aquella mujer a donde la llevaba o porque ella misma estaba ahí, pero decidió guardarse las preguntas cuando la vio detenerse.

— Usted espere aquí —murmuró desapareciendo por la puerta frente a ella, abriéndola y cerrándola tan rápido que no logró ver nada solo oscuridad.

Sola y con el ensordecedor silencio comenzó a pensar posibles teorías en su cabeza, todas ellas sin explicación e ilógicas. De pronto, escuchó música. Se trataba de una pieza de música clásica, suave, melódica e hipnotizante. Provenía de una de las puertas laterales. Acercándose más agudizó el oído; era hermosa y embriagadora. Con sorpresa se preguntó a si misma desde cuando le gustaba el clásico siendo que lo único que escuchaba era rock. Involuntariamente llevó su mano al picaporte pero estaba cerrado. Intentó una y otra vez, pero no pudo.

— Esa puerta no se puede abrir —murmuraron secamente en su espalda. La palidez la gobernó y la vergüenza se expandió rápidamente como el fuego, por su cara. Se giró para ver a la vieja señora.

— Llevo toda mi vida viviendo en esta casa, incluso mis padres, y nunca se ha abierto —dijo crípticamente.

Ella tragó saliva. Dudaba cada vez más del lugar de donde se estaba metiendo y el porqué de su presencia ahí, pero cuando la mujer señaló el interior de la habitación en la que acababa de entrar todo eso desapareció. Caminó hasta allí y atravesó el umbral de la puerta. Todo estaba tenuemente iluminado. Se trataba de un salón, como en el que había visto el piano, pero este era diferente; más grande, más ostentoso y también menos cuidado. Los candelabros destartalados iluminaban precariamente las paredes de papel húmedo y musgoso, además de los pequeños cuadros que decoraban la sala, la mesita junto a los sillones y la chimenea en desuso.

— Puede sentarse, el té ya está preparado —comentó señalándole el sillón. Ella lo miró analítica y se dirigió a él.

Con solemnidad, la mujer fue hacia la mesa y sirvió una taza de té que le cedió a ella.

— ¿Usted no toma? —preguntó ella tomando la tasa con cuidado. La mujer negó rotundamente.

— Yo solo soy una sirvienta —murmuró. Torciendo el gesto, la joven le tendió la taza para que pudiera tomar te pero la mujer se alejó suavemente— Puede esperar aquí —dijo yéndose.

Un torrente de emociones la golpearon con suavidad, las preguntas lógicas que había evitado hacer se precipitaban una tras otras.

— Espere —exclamó sonando como un ruego— ¿Qué hago acá? Porque no entiendo nada. ¿Y qué tengo que esperar? —preguntó poniéndose de pie.

La mujer la miro fijamente con una expresión martirizada. Había algo en su expresión que cambio, pasando de sombrío a preocupada.

— Lamentablemente yo no soy quien para responderle sus dudas —susurró girando sus ojos hacia un lado. La joven siguió la línea de su mirada; terminaba en un mediano cuadro donde no reconocía nada en particular.

Dejó la tasa en la mesa y fue hacia allí. Algo, no sabía que ni porque, la hacía moverse por inercia. Reconoció el escenario, era esa casa, y había un conjunto de personas pertenecientes a una época tan remota que no podía calcular. Vestían prendas de época, con rostro armonioso y clásicos pero al mismo tiempo un poco espeluznante.

— Esa foto pertenece a los antiguos dueños de esta mansión —explicó la señora; su voz estaba muy cerca de ella pero no se asustó. Asintiendo, espero que siguiera hablando.

— Usted sabe que hago acá, ¿no? —le preguntó deseando que pudiera responderle. El silencio que le siguió le decía que ella se iba a negar a hablar.

Finalmente la señora extendió su dedo, señalando a una chica delgada y alta, de tez pálida y enfermiza, de pelo rubio ceniza y ojos brillantes.

— Esta joven fue la principal heredera de esta mansión y de todas las riquezas que tenía la familia. Esta joven, es su hermana y la está buscando —dijo finalmente. Sus ojos se ampliaron.

— ¿Hermana? —preguntó para sí misma, sintiendo su corazón acelerarse repentinamente, la sangre la abandonó y la oscuridad la sumergió en un profundo sueño, donde nada tenia explicación y sentido.

Antología de una neurótica © [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora