PRÓLOGO

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Londres, 1882.

Era una noche de noviembre, oscura y fría, únicamente iluminada por la tenue luz de la luna. Los jardines de lady Beckworth estaban rebosantes de jazmines y crisantemos que desprendían una deliciosa fragancia. La fiesta en el interior de la mansión se encontraba en su máximo apogeo y los jóvenes habían aprovechado para salir y conversar con sus parejas de baile. Durante la temporada, las debutantes se acicalaban para cautivar a algún caballero de elevada renta. Sin embargo, para Grace, todo aquello no era más que una pérdida de tiempo, aunque debía admitir que, si no hubiese sido por uno de esos tantos cócteles y bailes a los que había tenido el placer de ser invitada, no hubiera conocido a Arnold Collingwood, segundo hijo del conde de Southampton, quien la había hecho creer en el amor eterno. En su primer baile, fueron presentados y desde entonces, eran inseparables. Parecía que vivía un sueño hecho realidad. Y, allí, ante el joven que había robado su corazón, no pudo más que sentirse dichosa por haber tenido la fortuna de haberlo conocido.

Ante la intensa mirada de Arnold, Grace no pudo más que sonrojarse. Sus ojos eran tan hermosos... De un profundo verde, penetrantes y salvajes. Con un grácil movimiento, Arnold tomó sus enguantadas manos y, tirando suavemente de cada uno de sus dedos, las liberó de su encierro. Observó minuciosamente cada palmo y curva de su dorso y acarició su superficie como si de un tesoro se tratase.

—Te quiero tanto... —susurró.

El cuerpo de Grace comenzó a aumentar de temperatura. Imaginaba lo que vendría después: un acercamiento, una promesa eterna y, finalmente, un beso a modo de sello que uniese sus futuros.

—Arnold...

—Estos últimos meses nunca me había sentido tan vivo. Desde la primera vez que te vi, ya no he podido apartarme de ti. Te amo Grace Mary Wellington, y, si aceptas el honor de ser mi esposa, me harás el hombre más feliz del mundo. Me has embrujado en cuerpo y alma y, aunque sé que tu padre no acepta nuestra relación, haré lo que sea necesario para que me apruebe.

—Sí, ¡sí!

Y, como muy bien predijo, la promesa se fijó con un beso que marcaría sus futuros.

Pasaron los meses y el día de la boda llegó. Pese a las numerosas negativas y discusiones de su familia, su padre al final accedió a darles la bendición. Sabía que Arnold no era de su agrado por diferentes razones: lord Wellington, su padre, era duque, lo que hacía que Grace rebajase su posición social y el joven caballero era un segundo hijo, por lo que no heredaría título ni mayorazgo. Pero pese a todo ello, Grace era la mujer más feliz sobre la faz de la Tierra. Comenzaría una nueva vida lejos de su rígida familia, al lado del hombre al que amaba.

La iglesia, repleta de invitados, estaba decorada con las más delicadas flores; los bancos, recién lijados y barnizados, desprendían un olor que se mezclaba con las fragancias de los pétalos y con la cera consumida de las velas. Lo único que faltaba en aquel magnífico cuadro era el novio. Grace estuvo esperando a que viniese y la ceremonia pudiese dar comienzo, pero los minutos se convirtieron en horas y Arnold no apareció. Los asistentes se fueron marchando poco a poco y sus rostros no mostraban la dicha que tendrían que haber reflejado; en su lugar, fueron sustituidos por pena y compasión.  

Cenizas del PasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora