—Encantado, señor Collingwood.
Ni las palabras amables ni la cortesía de aquel caballero hacían que Arnold se sintiera cómodo conversando con él. Había algo detrás de esos ojos oscuros y maliciosos, una falsa modestia enmascarada por una cortina de educación.
—Déjeme decirle que el placer es mío, milord —respondió.
—Por favor, déjese de formalidades. Llámeme Thomas.
—Prefiero mantener las distancias, milord. —comentó enfatizando la última palabra.
—Como desee.
El silencio se hizo presente. La mirada que Arnold le destinaba retaba a un duelo silencioso, acallado por los malos presentimientos. Las maneras de lord Hamilton eran afables y dignas, como las de un felino. No cabía la menor duda de que gozaba de un fuerte estatus económico. El porte, los gráciles gestos de su cuerpo, la modulación de la voz... Representaban el perfecto estereotipo aristocrático. Sin embargo, no fueron aquellos detalles los que hicieron que Arnold desconfiase de él, sino su mirada. Mostraba una profunda oscuridad, perturbadora a los ojos de cualquier hombre. Aquel caballero no era de confianza y las marcas en sus puños así lo corroboraban.
—¿No será usted por casualidad el dueño de Collingwood Corporation? —la pregunta fue directa, sin titubeos ni envolturas.
—En efecto, lo soy.
La codicia asomó fugazmente por el rostro de lord Hamilton. No era de extrañar que aquel hombre lo único que buscase fuese el interés económico.
—Le felicito por su reciente acuerdo con J & P Coats. No es fácil asociarse con esa entidad. En un pasado lo intenté, sin embargo, no se me tuvo en cuenta a pesar de mi posición.
—Lo lamento.
Las escasas palabras que Arnold le brindaba eran heladoras y la insignificancia que demostraba llegaba a ser hiriente. Arnold era como un arma de doble filo, capaz de herir a cualquiera. Hamilton carraspeó, mostrando la incomodidad que le producía aquella conversación.
—Verá señor Collingwood... Mi esposa y yo vamos a dar una fiesta de aquí a unas semanas y nos encantaría contar con usted. Desde el mismo momento en que leí el artículo que le dedicó la gaceta mercantil, no he deseado otra cosa que conocerle y poder hacer negocios con su compañía.
Arnold quedó atónito ante tales palabras y, sin poder evitarlo, interrumpió el discurso que lord Hamilton estaba recitando.
—¿Negocios? Como usted muy bien ha dicho, ni siquiera me conoce.
—Pero ahora sí. Sería un honor contar con su presencia y la de su hermano en nuestra fiesta. Asistirán importantes caballeros, algunos de ellos aristócratas de gran linaje y, me imagino, que para usted también será una oportunidad extraordinaria para... digamos... hacer nuevas amistades y poder codearse con ellos.
—Es usted un hombre demasiado directo, milord.
—No me gusta andarme con rodeos, señor Collingwood. ¿Acepta?
La sorpresa es una excelente arma en manos del enemigo. Arnold quedó perplejo sin saber cómo reaccionar ante aquella invitación. Era cierto que Hamilton no le inspiraba confianza, pero, a los posibles enemigos, es mejor conocerlos y saber sus debilidades.
—Acepto, milord.
***
Dolor. Eso era lo que sentía Grace. Una sensación horrible la atormentaba, era su calvario. No era el malestar físico ni los moratones que se extendían a lo largo de su vientre lo que le causaban tal agonía, sino la rabia por tener que soportar las vejaciones a las que estaba sometida día y noche, el rencor acumulado que se ceñía sobre su alma, la tristeza permanente en su vida, el odio irrefrenable hacia aquel monstruo y la sed de venganza que la torturaba.
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Cenizas del Pasado
Historical FictionLondres, segunda mitad del siglo XIX. Arnold Collingwood, segundo hijo de un conde inglés, ha conseguido amasar una gran fortuna gracias al éxito de su empresa. Es un hombre despiadado y frío en todas las facetas, sin embargo, toda alma ha de pasar...