Se lo había ganado.
Después de años sacrificándose había obtenido el ansiado primer lugar. Y, por supuesto, el Premio Marylebone que te entregaban por lograrlo. La chica se miró satisfecha en el espejo de su burbuja, la MJ-XXIII, la que siempre había ocupado desde que la sacaron de la vaina de cultivo a los diez años. Vio en su reflejo a una persona diferente al resto de los que habitaban la nave y se sintió aún más orgullosa.
Ella poseía algo que los demás jamás habían experimentado: tenía un propósito. Sabía lo que quería y actuaba en consecuencia para lograrlo. Ganar el Marylebone era sólo el principio. Lo verdaderamente grande vendría en apenas unos minutos, cuando cobrara su recompensa por haber quedado primera en la 223º Promoción de Alumnos Alfa de la Nave Tres, la Queensey, la más grande y poderosa de las siete estructuras blindadas que albergaban HDHs (Humanos Después del Holocausto), cuando la invitaran a entrar en la Sala de la Inmortalidad e hiciera el viaje al año y lugar elegidos.
Se había vestido con el uniforme sencillo categoría C, el que menos llamaría la atención allí donde iba: pantalones negros, chaqueta sencilla y gris y una camiseta blanca... aunque en 1937 iba a llamar la atención llevara lo que llevara debido al color casi transparente de su piel, su cabello níveo y sus ojos violetas. Esperaba, no obstante, captar especialmente la de la persona por la que emprendía su viaje, aquel que alentaba su propósito: Robert.
Entró en la Sala de la Inmortalidad con paso ceremonioso, luciendo tan serena por fuera como se esperaba que lo estuviera por dentro. Pero ella no era como se esperaban los demás. Ella sentía cosas. Ella estaba enamorada como no ocurría con ningún HDH desde hacía más de 200 años, desde la lejana promulgación de la las Leyes Biológicas que siguieron al Holocausto de 2323. A ella misma le había costado identificar el sentimiento y sólo gracias a la casualidad había sabido a qué se debía todo eso que bullía en su pecho.
El hecho de haber sido enviada a la Fuente del Conocimiento Ancestral para iniciar su adiestramiento como Alumna Alfa a los once años lo había desencadenado todo. En La Fuente se guardaba un archivo gigantesco con todo lo que se había podido salvar del planeta que la raza humana había habitado antes de la gran catástrofe. Allí existían miles de objetos de aquella vida de la que la mayoría de los HDHs no tenía ni idea. En el enorme salón de la Queensey donde se albergaba La Fuente sólo entraban unos pocos elegidos, los destinados a salvaguardar su legado para el estudio de los hombres que los habían precedido y que casi habían logrado acabar con toda la especie.
La chica había sido programada genéticamente para estar allí, para ser su custodia y entregar su vida al estudio antropológico de los hombres anteriores. Ella lo había aceptado con el candor que todo HDH mostraba ante su destino, previamente elegido por algoritmos y complicadas operaciones genéticas, mientras se desarrollaba y crecía en su correspondiente vaina por espacio de una década.
Al llegar a La Fuente, la chica sintió algo. En el corto espacio de tiempo que había pasado desde que saliera de la vaina y la instruyeran en las normas, leyes y usos de la vida en la nave, nunca había sentido. Nunca, Nada. Ni ella ni nadie. Eso era algo que se había ido extirpando de la conciencia de los HDHs a lo largo de décadas de manipulación genética y aplicación de ordenanzas biológicas que tenían una única finalidad: evitar otra catástrofe de las dimensiones del Holocausto. En el mundo anterior, el de la Tierra, donde había ondeado la bandera de la envidia, la codicia y la ira, la consecuencia había sido una descomunal guerra que había acabado por exterminar el planeta y, a duras penas, salvar unas cuantas centenas de humanos precavidos. En las siete naves que componían todo el mundo del hombre en la actualidad, nadie sentía nada. Y llevaban más de 200 años sin una sola reyerta a ningún nivel, ni la más mínima pelea.
En las naves todo el mundo tenía un cometido. Todos eran creados para llevar a cabo un trabajo, que era la única motivación para cada individuo. Se levantaban, trabajaban y volvían a sus burbujas, a descansar para el día siguiente. Una vez a la semana cada HDH podía elegir una rutina de ocio como recompensa por su esfuerzo diario y, una vez al mes, se podía hacer un viaje entre naves, para conocer otros departamentos y adquirir conocimientos adicionales para mejorar en las funciones diarias. Sólo había dos incentivos mayores que estas dos citas, y había que ganárselos con esfuerzo: el Premio Smithson al HDH que más horas de trabajo hubiera acumulado a lo largo de un año solar y el Premio Marylebone, para el Alumno Alfa más aventajado de cada promoción. El primero consistía en el ascenso en la cadena de mando, hasta ocupar un cargo en el gobierno de la nave donde habitara el ganador; el segundo era el regalo más preciado que nadie podía recibir: un viaje en el tiempo y el espacio, para conocer el pasado de la humanidad que poco a poco iban dejando tan atrás que ya apenas se sabía nada de ella.
La chica era, probablemente, la primera persona que había luchado por ganar el Premio Marylbone desde su institución hacía más de una centuria. Los demás ganadores habían recibido el galardón como un curioso modo de culminar su época de aprendizaje, sin extraer mayores conclusiones. Los pocos ganadores que venían de formarse en La Fuente al menos sabían algo de esa vida que su especie había dejado atrás, y tenían una ligera noción ante la petición de sitio y época antes de realizar el viaje. El resto, sin embargo, se limitaba a encogerse de hombros y dejar que la dirección de la Sala de la Inmortalidad hiciera todo el trabajo, incluido el deseo de querer cobrar la recompensa.
La chica sabía tan bien a dónde quería ir que por ello llevaba luchando desde que, a la edad de once años, había traspasado las puertas de La Fuente del Conocimiento Ancestral y había descubierto el mundo que su especie había dejado atrás. Desde que tomó el libro en sus manos, leyó sus palabras en un arcaico idioma que dominaba entre muchos otros y vio las imágenes. Desde que le vio a él. A Robert. Vio su visión del mundo en guerra. Una guerra que era anterior a aquel terrible cataclismo que les obligó a esconderse en naves, y que parecía tan olvidada que apenas quedaban vestigios de que una vez se produjo.
Aquello que se despertó en ella, curiosidad, no se parecía a nada que hubiera conocido antes en su corta experiencia vital. Ni siquiera sabía qué nombre ponerle a aquello –le costó encontrarlo en los libros atesorados en La Fuente– pero sabía que no debía compartirlo y que ahora esa curiosidad iba a ir aumentando al ritmo que iba adentrándose en el conocimiento que allí había a su disposición. ¿Cómo nadie antes se preguntó por todo aquello? ¿Cómo podían sus colegas pasar por alto las historias, las gentes, las costumbres, la vida de sus predecesores?
A lo largo de los años, mientras crecía y se desarrollaba hasta convertirse en una adulta, mientras se formaba en sus deberes como perfecta HDH, la chica fue bebiendo de aquellas aguas llamadas conocimiento, pero no como el resto de sus compañeros, que sólo pretendían memorizar el archivo para su correcto uso y administración. Sino que fue haciéndolo secretamente suyo, devorando su exclusiva sabiduría atesorada y alejándose cada día más del resto de humanos que habitaban aquellas naves. Ella era más lista, más fuerte y más segura, porque sabía cosas, porque las sentía... porque en ella habían nacido otras inquietudes y aquel impulso enorme por lograr algo, aquel propósito... conocer, tocar, amar a Robert.
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El propósito (COMPLETA)
Short StoryCuando se tiene un propósito en la vida, cuando se vive para él, cuando se respira y se siente para él, es cuestión de tiempo llegar a conseguirlo. Incluso si tu propósito es conocer al amor de tu vida y ese amor lleva muerto casi cuatrocientos años...