La noche de pronto se detuvo. Los sonidos dejaron de escucharse y lo único que existió en el mundo fueron las palabras pronunciadas por la muchacha en la intimidad de la choza donde se habían amado.
–Gerda ha muerto.
Lo dijo en un susurro apenas audible, cerca de su oído, para que las palabras no se escaparan y le llegaran perfectamente claras pese a su suavidad. Tres palabras que habían conseguido enmudecer, detener el mundo.
La miró con sorpresa a los ojos e, inmediatamente, supo que la chica no le estaba mintiendo, que Gerda estaba muerta, que la guerra española había conseguido vencerla después de todo. Y entonces recordó sus últimos momentos juntos, cuando ella se había abrazado a él en su despedida en Madrid, como si aquella fuera la última oportunidad de tocarse y de sentirse en toda su vida. Lo que Robert interpretó en aquel instante como la forma de Gerda de despedirlo a él era, en realidad, el modo en que la pequeña y vivaracha mujer que amaba le decía su propio adiós. Ella se iba. No él.
Robert rodó hacia un lado, desuniendo su lazo físico con la muchacha, intentando fijar en su ánimo la idea de la viudez, de la orfandad, de la soledad completa y devastadora que arrasa el alma y te hace dejar de querer seguir intentándolo. Gerda muerta era peor que Robert muerto. Gerda muerta era un mundo gris, feo, triste y pequeño; un mundo sin alegrías, sin risas y sin rizos rubios; sin labios pintados de rojo, sin peleas estúpidas por un plato de la carta de su restaurante favorito de París, sin fotos robadas al calor de las sábanas... era un mundo que ya no quería habitar, donde sólo estaban las guerras que él se empeñaba en perseguir y los días que ya no tendrían colores ni aromas.
La chica se incorporó y le observó. Sus ojos estaban de nuevo rebosantes de llanto, como cuando habían hecho el amor, pero esta vez ella quería controlarlo, no quería llorar para que él no pensara que lloraba por Gerda, a la que no conocía y no quería conocer. Robert le acarició la mejilla con dulzura y le apartó un mechón blanco de esa cristalina piel de porcelana que él había saboreado durante horas. Repitió aquel primer gesto que intercambiaron al conocerse la tarde anterior junto al río y, al hacerlo, la mente de Robert se preguntó, por primera vez, de qué material estaría hecha una persona tan hermosa como la que tenía a su lado. De dónde venía, por qué le había elegido a él. Por qué sabía que Gerda estaba muerta y, más importante aún, por qué él sabía a ciencia cierta que su devastadora noticia era completamente verdad.
Se levantó de la cama y se puso los pantalones. La negrura se había instalado en su alma y sabía que aquello iba a durar, sería perpetuo, de por vida. Necesitaba pensar, reorganizar, velar, llorar la pérdida de su amada Gerda, y necesitaba hacerlo solo. Se inclinó sobre la muchacha que lo miraba sumisa, tranquila, asumiendo el final, y la besó suavemente en los labios antes de salir a la cálida noche para iniciar su duelo.
Los sonidos de la jungla cercana volvieron a ponerse en marcha mientras encendía un cigarrillo y se pasaba la mano por el pelo con desesperación. Gerda se alejaba por momentos y se arrepentía de haber sido tan soberbio como para pensar que la muerte les respetaría a ambos y los volvería a unir. En dos continentes diferentes, bajo las balas de dos guerras que no eran las suyas, las probabilidades de sobrevivir estaban en su contra desde el principio. Y sin embargo, ninguno de los dos quiso creerlo. Ambos mantuvieron la esperanza de poder con las circunstancias bélicas y regresar al París que había visto nacer ese amor travieso entre los dos.
El corazón le pesaba como nunca antes. Ni siquiera cuando huyó de Budapest o deambulaba sin un marco por Berlín se había sentido tan desorientado y perdido. Gerda era su guía y su amarre al puerto de la cordura. Ella le había ayudado a encontrarse, a descubrirse y a montar aquella otra personalidad que les daba de comer a ambos. El reconocimiento conseguido por las fotos del famoso americano era todo mérito de ella y ahora, sin su consejo y compañía, no sabía cómo el personaje podría sobrevivir.
Paseó hasta que las chozas de la aldea comenzaron a perderse a su espalda, tragadas por la noche. Se adentró en el bosquecillo por el que había llegado de la mano con la muchacha y convino en que su presencia había estado orquestada en ese lugar y en ese momento justo, precisamente, para ser portadora de la noticia. Acaso la hubiera conjurado la propia Gerda para hacerle saber que ahora ya no estaba con él.
Robert lloró entonces, en la soledad del bosque, amparado por la oscuridad que poco a poco iba cediendo ante un amanecer rojo que traía otro día abrasador. Lloró por su vida pasada, por la muchacha a la que tanto había querido y ya nunca más volvería a ver, y por su perdida capacidad de amar, esa que sabía que había muerto esa noche mientras yacía en brazos de la portadora de la noticia más devastadora de su vida. Habría otros cuerpos, pero no amaría a nadie más... ni siquiera a sí mismo.
Y con el absoluto convencimiento de que su alma había abandonado el cuerpo dejando apenas un títere, Robert se encaminó de nuevo al poblado, seco ya de unas lágrimas que nunca volvería a derramar. Cuando la claridad ya era patente y se distinguía el contorno de todas las cosas, vio una figura caminando en su dirección. Era Joris Ivens con un papel en la mano y el semblante de quien ha de dar malas noticias a un amigo.
Robert se detuvo a pocos pasos del director y le miró a los ojos, negando con la cabeza. Sabía que el telegrama traía la muerte de Gerda cuando él ya había concluido su luto, cuando ella estaba ya sepultada para siempre dentro de él, en el lugar más íntimo de su corazón. Ivens quiso abrazarle sin atreverse a abrir la boca, a verbalizar su desconcierto sobre el hecho de que Robert ya supiera de la terrible nueva que había ido a contarle, pero el joven alzó la mano y se desvió del camino del holandés.
Sabía que era inútil. Que ella ya no estaría allí, pero necesitaba volver a su habitación para darle las gracias a la muchacha. Necesitaba decirle que no hubiera querido escuchar la noticia de nadie más que de ella y que siempre iba a acordarse de sus ojos violeta, su piel de cristal y su pelo níveo como las nubes claras de una mañana en Budapest.

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El propósito (COMPLETA)
Historia CortaCuando se tiene un propósito en la vida, cuando se vive para él, cuando se respira y se siente para él, es cuestión de tiempo llegar a conseguirlo. Incluso si tu propósito es conocer al amor de tu vida y ese amor lleva muerto casi cuatrocientos años...