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Anochecía y la temperatura comenzaba a dar una tregua cuando alcanzaron el poblacho.

Robert estaba agotado de tantos días de trabajo y viajes, siguiendo los movimientos de las tropas comunistas y esperando la confrontación con los japoneses. La caminata desde el río le había despejado la cabeza de trabajo y preocupaciones, que habían sido sustituidas por la presencia de la extraña muchacha que llevaba enlazada de la mano.

Entraron en el pueblo y ya se percibía la alegría que el grupo había traído consigo. Las ganas de hacer un alto en el camino y olvidar la guerra eran palpables entre todos los miembros del equipo. Hacía semanas que no se tomaban un respiro. Ivens había elegido con ojo: el pueblo tenía centralita de telégrafos y espacio para alojarlos en sencillas chozas. El Kuomintang había llevado a cabo todas las gestiones para que el gobierno local les proporcionara alojamiento, comida y todo aquello que pudieran necesitar. Los cuatro miembros del equipo extranjero (Ivens, John, Sydney y Dudley) y los tres ciudadanos chinos que los acompañaban fueron recibidos con alegría por el pequeño hombre que dirigía la aldea, y enseguida comenzó la celebración por el merecido descanso.

Cuando Robert y la chica llegaron, las risas se percibían desde las primeras chozas del poblado. Los hombres se habían lavado en precarias zonas de agua y eran agasajados con ricos platos tradicionales servidos por las mujeres de la aldea. Las risas procedían de la casucha central, la más grande de todas y la mejor situada. Robert asumió que era la casa del dirigente local y pasaron al interior para unirse a sus compañeros. Las risas callaron cuando ambos irrumpieron en la estancia. Estaban todos, salvo Ivens, acompañados del gobernador y varios lugareños. Los locales fueron los que menos sorprendidos se mostraron ante la fisonomía exótica de la muchacha, que permanecía escondida tras el hombro de Robert.

El dirigente los hizo pasar con un gesto y les señaló un lugar vacío en el suelo, junto a donde los demás ya estaban acomodados. La chica los miró uno por uno con atención, pero volvió la vista a Robert al rato. El hombre aún estaba asombrado por su presencia y, sobre todo, por esa absoluta certeza de conocerla que lo invadía. ¿Cómo era posible si jamás la había visto antes?

Se sentaron uno junto al otro mientras las mujeres les acercaban cuencos de aromas especiados y sabores contundentes. Comieron con ganas. Robert enseguida; ella, tras vacilar unos segundos, imitó al hombre que comía con las manos y una sonrisa pintada en sus ojos.

El resto del equipo seguía degustando los platos con los que los habían agasajado, mientras el menudo Xie, que ya llevaba unas cuantas semanas viajando con ellos, les hacía de intérprete y le transmitía al jefe del poblado todo el agradecimiento que el agotado grupo sentía ante tales prebendas. Robert observaba cómo las mujeres sentadas alrededor del dirigente local no le quitaban ojo a la chica, cuchicheando entre ellas y señalando sus ropas, su piel, su pelo y sus enormes ojos color violeta. Ella les devolvía la mirada impertérrita, como analizándolas a su vez, como reteniendo sus peculiaridades para un estudio futuro. No había ni rastro de curiosidad en su mirada dura, tan dura cuando no era a él a quien miraba, era más bien una frialdad neutra, como si se tratara de una autómata lista para acumular datos que luego sirvieran a otros propósitos.

Al poco llegó Ivens que se quedó parado en la puerta de la choza, mirando a Robert y a la muchacha con curiosidad. Robert negó imperceptiblemente con la cabeza, atajando cualquier posibilidad de que el director fuera a hacer algún comentario sobre la chica. No estaba dispuesto a oír discursos morales del ultraconserador Ivens, que siempre torcía el gesto cuando los chicos se llevaban a alguna mujer local a la cama. Qué no diría ahora, que era Robert el que había traído a una chica, el muchacho honesto que había dejado a otra en España, en medio de una guerra, de la que nunca dejaba de hacer comentarios que pretendían ser casuales y que no hacían sino manifestar la estrecha relación que mantenía con ella.

–¿Alguna noticia? –preguntó Robert al holandés, cuando éste ya había desistido de sermonearle y se acercaba al gobernador local para presentarle sus respectos.

–Sólo he dejado constancia de que estamos aquí. A lo largo de la próximas horas nos llegará lo que haya pendiente en otras oficinas para nosotros –replicó Ivens–. ¿Por qué? ¿Esperas noticias de alguien?

El tono socarrón del director le sacó la sonrisa al joven, que aprovechó para ponerse en pie y tender una mano a la muchacha para ayudarla a imitarle. Se acercaron a al puerta y se despidieron del jefe de la aldea y su camarilla de acólitos con una inclinación de cabeza.

Cuando estuvieron al aire libre y la brisa le despeinó su pelo oscuro y lustroso, Robert se paró en medio del pueblo y atrajo a la extraña chica a su lado. La miró con esos ojos que no dejaban de sorprenderse ante la naturaleza etérea que la definía y se preguntó por un segundo qué diría Gerda de aquello.

Entonces la rodeó con sus brazos y, apartando de su mente a la mujer que más amaba en el mundo, besó a la chica como si no existiera nada más para él.

El propósito (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora