III

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A orillas del Río Amarillo. Provincia de Shandong. China. 28 de julio de 1937.

El grupo se resguardaba del intenso y húmedo calor en un bosquecillo próximo al poblado al que se dirigían. Al oeste, la imponente presencia de las montañas Taihang, hacía anhelar climas más frescos. El verano chino era opresivo y los descansos en el camino tenían que ser numerosos a la fuerza para evitar males mayores. Los vehículos, precarios y con demasiada carga, viajaban a ritmo lento y monótono por caminos robados a la naturaleza, que permitían remotamente conectar poblachos muy de cuando en cuando.

Los hombres se refrescaban a la sombra de unos plataneros enormes, extenuados por el calor y sucios por el polvo del camino. Algunos de los acompañantes nativos habían desaconsejado el baño en esa zona del río por la presencia de animales peligrosos en el curso de aguas, pero John y Dudley no habían podido resistirse y refrescaban sus hinchados pies en la orilla. Robert dormitaba en el suelo, intentando disuadir con su actitud indolente al joven Sidney, que aún no había terminado de asimilar la idea de hallarse en un país como aquel y continuamente cantaba sus alabanzas a todo aquel a quien pillara por banda. La mente de Robert se entretenía en saborear los recuerdos atesorados de los últimos meses, los pasados bajo las bombas en España. La sensación de estar caminando en la cuerda floja, el sabor del rancho servido a trescientos soldados alborozados en un campamento, despertarse entre las sábanas de seda del Ritz con Gerda apoyada sobre su hombro...

Tenía 24 años y, a veces, se sentía viejo. Había vivido los rigores de la pobreza, el odio que originaban los totalitarismos estúpidos del mundo, el éxodo de las grandes mentes empujadas por el auge del nazismo en Centroeuropa, el horror de una guerra fratricida... había vivido demasiadas cosas a sus 24 años y no sabía otra forma de expresar lo que su confusa mente experimentaba como consecuencia de esas ofensas que con sus fotografías. Usaba su cámara para denunciar los abusos políticos, las causas bélicas injustas y los discursos abominables en busca de la superioridad de unos pocos. Y lo hacía bien. Llegó tarde a ese mundo pero se le daba bien, aprendió rápido y se convirtió en alguien con el que había que contar. El pequeño André había crecido hasta convertirse en alguien respetado, había mudado la piel y hasta el nombre en aras del reconocimiento que sus fotos merecían, en las que se dejaba jirones de su alma crispada.

Y no había reto al que dijera que no, ni destino que no quisiera visitar. Su mente inquieta no podía asentarse ni pararse a pensar un segundo en las consecuencias. Le había resultado fácil cambiar una guerra por otra en apenas unas horas, cambiar incluso el hecho de rozar la piel de Gerda por dormitar solo en el suelo duro de un camino tortuoso en el este de China. Le gustaba sentirse valeroso, sentirse libre, ir a donde fuera que se le llamara sin dar cuentas a nadie. Ni siquiera a ella.

Ahora estaba en China. Necesitaba un descanso de las matanzas españolas y el vivaracho de Hemingway se lo había proporcionado al instante: unirse a Joris Ivens y John Ferno en la producción de un documental sobre la invasión japonesa a la China comunista de Chiang Kai-Shek. "Una guerra por otra, camarada", le había dicho Ernest tras apurar un trago de oporto servido en una lata oxidada, sentado a la luna, en un campamento cerca de la Ciudad Universitaria. Y Robert había aceptado. Al instante. Y esa noche, cuando se lo contó a Gerda, ella le dio la espalda en la cama y ya no le dirigió la palabra. Al despedirse la buscó con los labios y ella le rehuyó, pero al poco se avino a maneras, y corrió tras él cuando ya se iba resignado a subirse al automóvil que se lo llevaría a París para coger su avión, y le dio un abrazo intenso, de esos del principio, cuando volvía a casa con unos pocos francos en el bolsillo o un encargo de algún editor con nombre. No le besó, ni le dijo adiós. Pero le abrazó como si quisiera atesorar su tacto, como si no fuera a verle más, como si China fuera a tragárselo para siempre.

Los chapoteos de John y Dudley cesaron cuando Ivens dio la orden de volver al camino. Robert se desperezó, se colocó un viejo y polvoriento sombrero beis sobre su pelo negrísimo para evitar que el sol le mareara en el camino, y se acercó al vehículo que ocupaba. Mientras todo el equipo volvía a sus sitios y las quejas por retomar el duro viaje se volvían ecos quedos, Robert comprobó que todo seguía en su lugar. Las películas, las cámaras, los trípodes... los víveres, los baúles con las pocas posesiones del reducido grupo. Ancló mejor una maleta que estaba medio desprendida que Sidney había aupado a lo alto del segundo coche la tarde anterior, a su llegada, y comprobó que las ruedas estuvieran correctamente infladas. Cuando todos estuvieron a bordo de los dos precarios vehículos, Robert se dispuso a subir a lo alto del segundo, donde llevaba viajando casi todo el mes. Les quedaban doce kilómetros hasta el poblado donde pasarían la noche, lo que significaba una hora más al ritmo de viaje que llevaban.

De pronto, la perspectiva de seguir subido allí arriba, soportando los baches del camino y el sol de justicia en su cabeza, se le hizo insoportable. Se acercó a la portezuela del copiloto del primer vehículo donde se ubicaba Ivens, y le sonrió. El holandés ya conocía a Robert después de un mes trabajando codo con codo en aquellas tierras. Le devolvió la sonrisa y se dispuso a escucharle.

–Si no te importa, os sigo a pie. Hace un día magnífico para caminar.

–Vamos, Robert, no digas tonterías. Hay más de cuarenta grados y mosquitos del tamaño de tábanos en el camino... sólo un poco de paciencia y podremos descansar en unas simpáticas chozas nativas –intentó razonar el director.

–Joris, os sigo a pie. –Robert no era fácil de convencer y cuando algo se le metía en la cabeza, era la persona más testaruda sobre la faz de la tierra.

Ambos hombres se sostuvieron la mirada sin perder la sonrisa de sus rostros. El director era casi tan cabezota como él, pero sabía entender las necesidades de los hombres a su cargo y Robert era uno de los especiales. Valoraba su implicación en el proyecto y sus ganas de colaborar en todo pese a su insultante juventud. Asintió imperceptiblemente dándole la venia para seguirlos a pie. Sabía que, con negarse, sólo conseguiría demorar el convoy y enfadar al muchacho. Lo vio acercarse al segundo vehículo y coger su pequeño macuto gris, el que siempre llevaba con él, donde guardaba sus cámaras. Saludó con la mano a los dos jóvenes chinos que compartían el lugar en las alturas del atestado coche y comenzó a caminar al mismo tiempo que Ivens daba orden de poner en marcha al equipo.

–Te estaremos esperando con la cena hecha, muchacho. Sigue la estela de polvo y no te pierdas, que no quiero tener que dejar mi descanso para venir a buscarte –se despidió Ivens de buen humor. Le caía bien el chico. Le recordaba a él de algún modo.

Robert se salió del camino para aprovechar al máximo la sombra de los árboles y resguardarse de ese sol de justicia que caía a plomo sobre su cabeza. El sudor y el polvo hacían mezcla en su cara, ya de por sí tan oscura como la de un gitano. Se acercó a la orilla del río y sin prestar atención a la cercanía de algún animal peligroso, hundió la cabeza en las frescas aguas del Amarillo y la sacó chorreando, feliz ante la perspectiva de alejar el abrasante calor al menos por unos preciosos minutos.

Cuando se incorporó, sintió la presencia. Supo al instante que no estaba solo, pero en lugar de sentir miedo, sacó su cámara de la bolsa de tela gris. Antes de girarse comprobó que estaba lista, con el carrete pasado. Poco a poco se dio la vuelta y la vio. Estaba de pie a la sombra de un platanero. Alta, esbelta. Su piel relucía y sus ojos de un bellísimo tono violeta lo miraban con arrobo y solemnidad al mismo tiempo. Vestía de forma extraña y daba la impresión de ser casi transparente.

Entonces la chica sonrió y Robert se sintió en casa.

El propósito (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora