Capítulo 10: Viviendo a ciegas

238 32 13
                                    

Adrien Agreste

Yo tengo un sueño, y es poder hacer algo nuevo cada día.

La vida no tendría sentido sin nada nuevo por realizar, sin diversión ni alegría; al igual que sería aburrido descartar el estudio y aprendizaje. Existe variedad de información interesante en los libros y en Internet.

Mi ceguera no me impide hacer mis actividades diarias, he tenido que aprender a vivir de esta forma al no tener más opciones, a pesar de todo, siempre intento hallar el lado positivo, inclusive cuando todo se ve perdido.

Es tan gratificante cuando logramos hacer algo que con anterioridad nos costaba trabajo realizar, el esfuerzo, la determinación y la destreza se ven marcados en aquello. Nuestra felicidad es inmensa, todo el mundo está a nuestro favor y las preocupaciones se olvidan por ese pequeño instante, ¿no es cierto?, pero, siempre existirán las dificultades y las caídas, si no fuera así, posiblemente no seríamos seres humanos.

Me encontraba en el sitio al que podía llamar instituto, me habían recibido con una cálida bienvenida desde el primer día y jamás me sentí incómodo.

Mis profesores se han tomado la molestia de enseñarme cosas básicas, como leer y escribir; no ha sido para nada sencillo, pero después de tanto tiempo he logrado adaptarme a esto, no es tan complicado cuando se agarra la práctica.

Justo ahora me encontraba leyendo: El principito. Me encantaba leer las hazañas del pequeño niño de otro planeta.

Pronto se hizo la hora de la salida, me quedé en el patio a esperar a que llegara Félix, él solía venir por mí.

En ese momento recordé que esa sería la segunda vez que no vendría, no es porque no quisiera, ni siquiera asistió a clases porque todavía seguía enfermo. Me preocupa y no sé qué hacer por él.

Pasaron unas tres horas, o eso creo, en ese momento supe que nadie vendría por mí. Por un momento pensé que quizá mi padre lo haría, pero estaba muy equivocado.

— Adrien, ¿todavía no han venido por ti?—preguntó mi maestra un tanto preocupada.

— No creo que nadie pueda venir por mí—respondí con sinceridad—. Mi hermano está enfermo y mi padre... está ocupado con el trabajo—dije sin mucho ánimo.

— Aun así, pienso que debería venir alguno de los dos a traerte. Iré a dejarte yo misma—dijo decidida.

— No se preocupe por mí, sé cómo llegar a mi casa.

No era la primera vez que me tocaba ir solo a casa, aunque debo admitir que solía ser muy complicado al no tener a alguien para guiarme.

— No puedo dejar que te vayas solo, eso sería muy irresponsable de mi parte—respondió con seriedad.

— Descuide, profesora, en realidad quiero intentarlo yo mismo.

Mi maestra aceptó la petición a contra de su voluntad. Yo sabía que su intención era buena, no era por tenerme lástima, pero quería demostrar que podía valerme por mí mismo.

Me despedí de mi profesora y tomé mi bastón para dirigirme a mi casa.

No me gustaba mucho andar en bastón, pero eso era lo más útil que mi silla de ruedas, así puedo prevenir dónde me encuentre pisando, aunque no pueda verlo.

Reconocí el olor de las rosas que siempre llevaba una señora consigo, entonces supe que iba por buen camino.

Seguí andando por un rato más con mi bastón, escuché el ruido de las bicicletas de los niños y sus risas, acostumbraban salir todos los días a jugar después del mediodía, parecían divertirse, pues sus carcajadas se escuchaban tan fuertes. Con esas señales pude saber que estaba cerca de mi destino.

FilofobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora