Mitad de curso

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- ¡Berto, que vamos a llegar tarde! -gritó Toño tocando la puerta del piso de su vecino por tercera ocasión, estaba perdiendo los estribos. Pensando de nuevo él por qué seguían pasando a por él.

Los cuatro chicos estaban impacientes. Clara, Sam, Dani, Toño y Ana esperan a su vecino con quien caminaban hasta el colegio del barrio cada mañana, pero esa mañana iban más que justos con el tiempo.

-Buenas doña Carmen- viendo a la madre de su vecino abrir con cierta risa en su expresión -, ¿está listo Berto? -preguntó el mayor que iba en quinto grado levantando los talones.

-Sí. Está lavándose los dientes. - Todos golpearon su frente con su
palma. Era todo un caso su vecino.

La mujer de ondas doradas enfundada en un vestido de gasa azul marino miraba a los chicos que le esperan. Y es que ese grupo de amigos lo vio llegar hace dos años a su edificio con sus padres, pero siempre salía solo a la escuela así que decidieron invitarlo a caminar con ellos.

-Ya estoy aquí -cogiendo un paquete que llevaba siempre . -Perdonad chicos, que hoy no ha sonado mi alarma -acomodando su macuto -, estoy listo. Adiós mamá... -dándole un beso.

Bajaron enfundados en sus abrigos, porque el sol hacia poco menos que calentar y el viento corría frío por Madrid, Berto como pudo abrió la puerta y es que no quería que los demás chicos pensaran que necesitaba todo el tiempo de su ayuda. Llegaron hasta el cruce y esperaron. Entre ellos hablaban y dejando a su acompañante perderse en sus pensamientos mientras mordía la resequedad de sus labios mirando a todos lados mientras tarareaba una canción.

-¿Quién coge mi mano hoy? -preguntó cuando el semáforo se puso en verde para ellos. Toño resignado se acercó, porque creía que ya era lo suficientemente grande para cruzar la calle por su cuenta cogió la mano libre de Berto.

Después del cruce dos calles más sus caminos se separaban. Él se quedaba en un local lejos del colegio al que iban sus vecinos.

-Adiós, aprended mucho -haciendo sonar la campanilla de la cafetería -, hola don Ramiro.

-Berto, hombre, ya comenzaba a preocuparme -aceptando el paquete que el chico llevaba. 35 magdalenas que él mismo había preparado y empacado esa misma mañana.

-Lo sé y lo siento pero es que me he quedado dormido -metiendo sus manos en los bolsillos traseros de su pantalón viendo como don Ramiro contaba y revisaba que todo estuviera en orden.

-Ha venido ya un cliente y se ha ido molesto porque no tuvo su magdalena de todos los días -tomando nota de su pedido y viendo el mal sabor que eso le provocaba a quién llevaba poco más de medio curso con el título de bachiller -, pero tranquilo que me ha dicho que le guarde uno para cuando vuelva.

-Eso me tranquiliza, gracias.

-Bueno, toma. Han sobrado dos de ayer y aquí está tu dinero -dándole además su termo lleno de té.

-Muchas gracias. Nos vemos mañana -saliendo del local viendo la hora y poniéndose un poco de bálsamo sabor menta en sus labios, un sabor fresco que le hacía cosquillas a sus labios con el viento frío. Miró su reloj y echó a andar.

Llevaba un gorro azul de lana, cubriendo su cabello cobrizo quebrado; una cazadora tipo bomber universitaria, pitillos vino y playera azul marino. No miraba a nadie, no escuchaba a su alrededor y amaba los días soleados por la mañana, así no se veía extraño con sus gafas oscuras. Caminaba con cadencia de resuelto, en su mano derecha llevaba un termo azul con London Fog y su iPad en la izquierda. Sin duda Berto era un chico extraño, ajeno al mundo que lo rodeaba, riéndose de los comentarios que leía mientras en sus cascos, Something Big de Shawn Mendes sonaba.

Nada más vigorizante que Shawn antes de iniciar con el día escolar.

Llegó a su taquilla sin problema alguno. Se miró en el pequeño espejo que tenía, miró sus ojos verdes y apagados, no era el verde más cristalino y vivo, y sonrió. Tenía una galanura a la francesa: ojos grandes, pómulos altos y visibles, que conseguían que su rostro tuviera esa cuadratura por la ausencia de mofletes, mentón cuadrado y unos labios gruesos y largos que sí no sonreía parecían un corazón.

Dejó por un momento su iPad, sacándose un casco y escuchó una voz a su derecha: - Perdona - moviéndose un poco para ver a un chico sonriente, con cabello castaño reluciente y una brillante sonrisa. Tenía pinta de nuevo. Un gran cliché con el que podía montarse una historia ahora mismo.

- Hola - respondió sonriendo igual, sacándose el otro casco para oírle mejor.

- ¿Me podrías decir, dónde está el aula 22? - llevaba una carpeta en sus brazos y su macuto sobre sus hombros. Sí eso no era ser un pringado... pero qué le iba él, sí es que Berto era el más friki de todos los del Insti, por lo menos de los que conocía.

- Sí. Está en la segunda planta al fondo a la izquierda - volviendo a su taquilla para revisar algunas cosas.

- Ah, vale. Y... - haciendo que volviera su mirada de nuevo hacia él -, ¿sabes dónde está la taquilla 326? - terminado de leer el papel en el que estaba anotado.

Berto lo miró y tardó un poco en ver que era cierto, no sabía donde quedaba esa taquilla -, oh. Sí. Está aquí... -indicándole con el dedo la casilla que estaba visto frente a él.

- ¡Seremos vecinos! - abriéndola, riéndose de lo ridículo que había sonado-, perdona, pensarás que soy un botarate. Es que es mi primer día - sacando algunas cosas para meterlas en su nueva taquilla -, y sí te soy honesto estoy un poco nervioso.

Berto había escrito cientos de historias que comenzaban con un primer día de clases a mitad de curso que podía llegar a entenderlo, él mismo había sido una historia por lo que sonrió al recordarlo.

- Descuida - confesó acercándose a él riendo para abrazarle de perfil -, no he pensado nada. Y tranquilo - volviendo a la suya -, te irá bien.

- Gracias  - espetó seguro el chico -, por cierto, soy Emilio - sacándolo por tercera ocasión de su taquilla, por eso siempre usaba cascos y usaba gafas, la gente era demasiado insistente con él. Tenía que dejar de ser buen rollo con todos, bueno, pero el pobre chico no tenía la culpa.

- Berto- dijo chocando la mano con su nuevo "vecino" - encantado -Y es que a veces ni siquiera podía evitarlo: -Ya verás, te va a gustar el Insti... ¿Por qué no te doy un paseo en el recreo? Creo que te vendría bien.

-¡Eso suena increíble! ¡Gracias!

-Bueno. Te busco en el recreo.

-Claro.

Sonrió y lo vio partir. Quedándose ahí como lo había estado haciendo desde primero de ESO: para verle pasar, galante, desgarbado y tan indiferente de él que verlo era una mezcla de embeleso y estupidez. Se llamaba Max y era de último de bachiller; alto, fornido —no era musculoso pero sí fibroso—, moreno y piel bronceada, ojos verdes, como esmeraldas y una sonrisa...  vamos, que derretía a Berto hasta el piso. Claro que Max no lo notaba y no escuchaba los suspiros ahogados que le dedicaba antes de ir a su clase.

- Ya estamos desde temprano con los suspiros - dijo un chico abriendo la taquilla izquierda. Lo que hizo que Berto volviera a la realidad.

- Buenos días a ti también Alfonso - metiendo su termo vacío a su taquilla y cerrándola.

Alfonso se giró y se recargó igual que Berto en las taquillas, cruzó los brazos y miró tan descaradamente al chico que reía con otros como lo hacía su compañero y decidió preguntarle: -¿Crees que esté haciendo merma la forma de verlo en el hecho de que cada día parece ignorarme más?

Berto se sintió vencido por tal comentario que cogió su iPad que —al igual que su móvil, sus cascos, un boli y una libreta— jamás dejaba para marchar a su destino riendo con Alfonso.

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