Cálido Porvenir

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Ella observaba volar a la blanca mariposa sobre la espuma de las olas. Sin embargo, en cuanto el viento sopló, volteó en mi dirección. Su miedo por la muerte de la pequeña criatura fue evidente. Miré hacía enfrente en busca de lo que supuse la tranquilizaría y, afortunadamente, lo encontré: la mariposa había sobrevivido a la emboscada del viento y las olas.

—Oye, mira. Está bien —le aseguré al colocar mi mano sobre su hombro—. Está viva.

Me asombró el verdadero pavor de su rostro, por lo que tararé de inmediato la canción que solía calmarla. Cerró sus ojos y poco a poco sus músculos se deshicieron de la tensión. Para cuando se unió a mí tararear, nos topamos con que la mariposa había volado hasta nosotras. Verla aparecer frente a sus ojos hizo florecer en ella una sonrisa tan cálida que casi creí que derretiría el hielo que la mantenía aprisionada. La mariposa voló a su alrededor como si de una criatura mágica se tratara y acto seguido desapareció en el horizonte.

Me puse de pie y le ofrecí la mano para que se levantara; aún nos faltaba ir al cine para ver la película que tanto había esperado desde que era una niña. Caminamos en silencio tomadas de la mano. Sentí que no quería hablar y por eso no emití palabra alguna hasta que surgió la necesidad de preguntarle si no querría comprar un chocolate para comerlo en la función, a lo que asintió con una sonrisa forzada.

Una vez adentro de la tienda más cercana, fijé la mirada en el estante de chocolates y me quedé boquiabierta; allí estaban sus chocolates favoritos que eran tan inusuales. La volteé a ver impresionada y me complació notar en sus ojos un tenue brillo de fascinación. Le compré tres. Otra vez aquella cálida sonrisa apareció.

Entramos al cine y me mostré emocionada por todo lo proyectado en la pantalla para ver si eso la emocionaba también. Al parecer mi plan funcionó, pues de vez en cuando hizo comentarios o gestos de asombro. En un momento hasta apretó mi mano con fuerza y dijo "es increíble...". Fue inevitable reír ante tanta alegría que sentí. Ella sólo sonrió dulcemente como para armonizar con mi comportamiento.

El hielo se agrietaba, el hielo se derretía.

Se trataba de un día especial, era la primera vez desde hacía siete meses que sonreía naturalmente tres veces en un sólo día. Los primeros tres meses no había sonreído nada, los dos siguientes había sonreído, si acaso, una vez al día, y los últimos dos había llegado a las dos sonrisas diarias. Pero ahora, uff, ahora había un cambio.

Salimos y un hermoso atardecer nos dio la bienvenida. Ella caminó hacia unas flores amarillas que se encontraban enfrente de nosotras y acarició sus pétalos. Yo permanecí inmóvil para poder observarla. La contemplé plácidamente de la cabeza a los pies, apreciando aquél cuerpo que resguardaba aquella increíble sensibilidad, y de repente advertí algo que había dejado caer: pedazos de hielo que inútilmente se deslizaban en su dirección...

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