Cuando Alfonso descubre la enfermedad que sacude su vida, decide que es momento de confesar la verdad.
Con tan solo dieciocho años se vio obligado a escapar de una España en plena dictadura franquista para un país mucho más próspero, Argentina. Allí...
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Buenos Aires, Argentina 26 deEnero, 1953
Lo sucedido fue como una bofetada de realidad que necesitaba recibir. En ese momento me di cuenta de que realmente el motivo por el que estaba en Buenos Aires no era otro que hacerme un hombre, y prepararme para el futuro que me esperaba junto a tu abuela.
Volví a encerrarme en mi habitación, ganándome las miradas incriminatorias de Paolo y Marcos, el otro chico con el que tenía el placer de compartir piso. Por suerte para mí, pronto se cansaron y comenzaron a darme por imposible.
Desde ese día había intentando ampliar mi jornada laboral, lo único que me importaba era ganar el máximo dinero posible y, como no podía ser de otra manera, mantenerme ocupado para borrar la imagen de Luz de mi mente.
Ese día también salí el último, por lo que tuve que cerrar y apagar todas las luces. Ya era de noche cuando puse un pie fuera de la vieja nave. Suspiré, derrotado. Todo eso estaba terminando conmigo. Me pesaba todo el cuerpo y sabía que me costaría llegar a casa. Estaba comenzando a pensar cuál sería el camino más corto cuando un aroma consiguió turbar mis intenciones. Me quedé paralizado en la puerta, buscando a la dueña de esa sonrisa que me volvía loco, y no tardé en localizarla apoyada contra la pared.
Jamás la había visto por ahí, por lo que sin dudarlo puse mis ojos en ella sin disimulo. Realmente estaba seguro de que se trataba de una mera alucinación de mi subconsciente producto de la hora y de lo mucho que la había extrañado todo ese tiempo.
De un momento a otro puso sus ojos sobre los míos y me dedicó una tímida sonrisa antes de emprender camino hacia mí.
—Hola, Alfonso —me llamó. Mi nombre sonaba como música celestial pronunciado por ella.
Entreabrí los labios para responder, pero fui incapaz de hacerlo. Me limité a observarla sin comprender sus intenciones.
Aprecié como dijo algo más, pero no conseguí comprenderlo. Supe que había entendido mi gesto cuando dijo:
—Me preocupé al no volverte a ver —me dijo sin más. Vi como comenzaba a jugar con sus manos, con gesto nervioso—. Antes parecía que el destino te ponía en mi camino y, de pronto, desapareciste.
En ese momento quise decirle que yo manipulaba un poco a ese dichoso destino, pero supe que no era el momento de confesiones, por lo que permanecí en silencio.
—¿Cómo supiste donde encontrarme? —pregunté, observándola. Como si temiera que de un momento a otro su imagen se desvaneciera por completo.
—Tu remera —dijo, señalando el logo de la camiseta.
Asentí, aunque finamente hice un gesto con la mano, intentando quitarle importancia a ese detalle que me había hecho revivir de nuevo.
—Bueno, fue todo fruto de la casualidad. Estaba en el lugar indicado en el... —abordé, sintiendo como me comenzaba a temblar la voz.
—Lo sé. Pero dejaste de estar.
Tras decir esto comenzamos a entablar una tonta conversación sobre trabajo, ya que justifiqué mi ausencia por ese motivo. Ella me escuchó todo el tiempo atentamente.
—¿Entonces te vas a ir pronto? —me preguntó, observándome con atención.
A su pregunta no supe qué responder. Realmente sabía que sí, el momento se acercaba, pero ahora no quería irme. Había pasado de desearlo con todas mis fuerzas a querer retrasarlo todo lo posible.
—Tal vez podría llevarte conmigo —le dije, tentando mi suerte.
Bien era cierto que llevábamos por lo menos media hora hablando bajo la luz de la luna, y que había sido ella quien había forzado el encuentro, pero eso no significaba nada. Y lo sabía.
Aprecié como una pequeña sonrisa de disculpa se dibujó en su rostro, por lo que rápidamente me limité a añadir:
—Como amigos, por supuesto. Ya sé que tu corazón tiene dueño.
En ese momento el ambiente se comenzó a turbar. Levantó la mirada un tanto espantada, y fue ahí donde supe que había metido el pie hasta el fondo con mi pequeña confesión.
—¿Cómo? —preguntó, un tanto extrañada.
Quise decirle que estaba de broma, pero ya era tarde. Suspiré.
—Hace unos días te vi con alguien —confesé finalmente—. Eso es todo, no sé nada más —me justifiqué, realmente era cierto, no sabía más que eso porque yo mismo me había distanciado de ella tras verlos.
Como respuesta soltó un fuerte suspiro que llegó a alborotarle los pelos del flequillo.
—Ojalá pudiera decirte que tenés razón —expuso con tristeza—. Mi relación con Manuel es complicada, tanto que ni yo misma sé lo que tenemos.
En ese momento supe cómo se llamaba el idiota que la hacía llorar, sufrir y que, a su vez, le robaba tan hermosas sonrisas: Manuel.
Me contó que no estaban viviendo un cuento de hadas precisamente, y que esa misma tarde habían tenido una nueva discusión, esta vez por otra mujer. Al parecer, al tal Manuel le gustaban demasiado las mujeres.
—Tú te mereces algo mejor —expuse con seguridad.
Ella simplemente torció los labios en un gesto de profundo dolor.
—El corazón no entiende de razones, ¿sabés?
Y con esas palabras terminó por romper mi ya de por sí quebrado corazón, que se había recompuesto ligeramente momentos antes.