Buenos Aires, Argentina
19 de Diciembre, 1952—¿Qué piensas hacer estas navidades? —me preguntó Paolo, con un perfecto español.
Siempre me extrañó que siendo italiano tuviera una pronunciación tan buena, aunque por aquel entonces me interesaba más bien poco lo que le pudiera suceder a los demás, por lo que jamás se lo pregunté.
Esa duda me había carcomido la cabeza desde hacía un par de semanas. Sabía que había llegado el momento de volver a España y, aunque solo fuera de forma provisional, no quería irme sin poder hablar con la mujer que me había robado el sueño y, muy posiblemente, la cordura.
Suspiré, pero me negué a responderle. No quería hacerlo, no quería pensarlo.
Me sentía frustrado, como un cobarde incapaz de dar un paso al frente. Por aquel entonces mis nervios todavía seguían atacados. No me veía preparado para mantener una conversación con nadie, y mucho menos con ella. Pero tengo que reconocer que me pasaba día y noche hablándole al único espejo de la casa, tanto que me obligué a creer que estaba listo para un primer asalto.
Esa misma tarde me dirigí al único lugar donde la encontraba cada día: uno de los garajes de costura más grandes de la ciudad. Por algún motivo el destino había querido que me cruzara con ella prácticamente todos los días, por lo que conocía su horario.
Siempre la esperaba sentado en un banco y la observaba salir, sin atreverme a decirle nada. Pero ese día sería diferente. Iba decidido a lograrlo, iba a por todas.
Como cada día la vi salir del trabajo con el rostro desencajado. Se notaba que odiaba su labor, o tal vez tener que permanecer ahí dentro hasta tan tarde. Lo cierto es que no sabía el motivo, pero ya me había acostumbrado a apreciar su rostro triste y cabreado.
Sonreí, aunque realmente la situación no era la mejor, pero estaba convencido de dar mi primer paso, mi primera palabra con ella.
Sabía que era muy posible que me mandara a freír espárragos, pero aun así me llené del valor necesario para abordarla.
Parecía que el maravilloso destino, ese en el que no había creído jamás, se había puesto de acuerdo para facilitarme las cosas ya que, por primera vez, salió sola de la nave.
Normalmente siempre iba rodeada de un séquito de chicas, aunque reconozco que todas eran invisibles para mí y, a pesar de todo, no tenía intención de hablar con ninguna de ellas. Pero no, ese día salió sola.
—Hola, me llamo Alfonso —me repetía una y otra vez en mi cabeza.
Comencé a acercarme a ella a pasos largos, ya que ese día parecía que iba con más prisa de lo habitual.
Estaba a escasos centímetros cuando noté un fuerte golpe en mi hombro derecho. Ya casi era capaz de sentir su aroma, estaba a escasos segundos de apreciar su rostro de cerca, eso que tanto había anhelado pero, a pesar de lo que más quería hacer, ese golpe me obligó a girarme.
Quería que mis primeras palabras en ese país, sin ser obligadas, fueran dirigidas a la persona que me robaba los pensamientos, pero estaba dispuesto a mandar al diablo al idiota que me había robado el momento.
A pesar de todo, al girarme solo aprecié una silueta borrosa de alguien que, en efecto, me había pegado en el hombro sin querer, ya que su verdadero objetivo parecía ser ella.
Aprecié en primera plana como la agarraba del brazo con brusquedad y la apartaba hacia un costado, a pesar de que ella no parecía muy dispuesta a dialogar con él.
Sentí ganas de acercarme a pegarle un fuerte puñetazo, pero sabía que esa no sería una buena carta de presentación, así que me limité a observar en la distancia, con una discreción innata, algo que había ido consiguiendo con el paso de las semanas.
Aprecié como la chica se revolvía y gesticulaba mucho al hablar. Lo cierto es que no conseguí hilar una sola frase pero por su gesto sabía que no era nada bueno.
Sentía una fuerte angustia en el corazón, y algo dentro de mí me empujaba a meterme en su conversación... ¡Pero no podía hacerlo! A pesar de que me había enamorado de su mirada celestial, de su hermosa sonrisa de ángel, y de su andar digno de una princesa, ella no sabía nada de mí. Estaba seguro de que ni había puesto su mirada sobre la mía en ningún momento.
Tan pronto su conversación terminó aprecié como ella comenzaba a correr hacia la salida, y fue entonces cuando sentí que mi mundo se derrumbaba. En dos días me tendría que ir, y lo haría con el peor recuerdo del mundo: con el de sus lágrimas.
Retrocedí por el mismo camino, ese que había hecho con tanta ilusión momentos antes, cabizbajo y sin esperanza, cuando la vislumbré a lo lejos. Estaba sentada en uno de los bancos con la cabeza entre las piernas. Ni lo dudé, sería idiota si lo hiciera. Comencé a caminar hacia ella, fijándome de que esta vez nadie entorpeciera mi objetivo. Miré hacia uno y otro costado cuando llegué a su lado. Ella continuaba sin levantar la vista, por lo que tuve que llamar su atención con un pequeño carraspeo.
—Hola, perdona —farfullé. En ese momento levantó la mirada para posarla sobre la mía.
En ese instante sentí como si todo mi mundo se viniera abajo. Jamás había visto unos ojos tan hermosos y tan tristes a la vez. Desprendía dolor con tan solo una mirada.
—¿Estás bien? —pregunté, arrastrando las palabras.
En ese instante ella pareció percatarse de que todavía estaba llorando porque, sin previo aviso alargó la mano hacia su rostro y se limpió las lágrimas que estaban destrozando su hermoso semblante de porcelana. Sin más asintió.
—¿Nos conocemos? —me preguntó.
Yo me limité a suspirar. Sentía ganas de decirle que la había visto en mis sueños, pero sabía que eso solo la haría retroceder y, muy posiblemente, pedir una orden de alejamiento.
—No, yo solo soy...—Comencé, pero una voz terminó colapsando la mía.
En aquel entonces no sabía quién era esa chica, pero la odié con todas mis fuerzas. Gritó su nombre, y en ese momento descubrí que mi doncella era conocida por todos con un hermoso apodo que hacía honor a su rostro: Luz.
Se separó de mí regalándome una sonrisa y una palabra que en aquel entonces no supe descifrar, pero que a día de hoy no tengo dudas de que fue un débil: Gracias.
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Recuerdos de un amor
Storie breviCuando Alfonso descubre la enfermedad que sacude su vida, decide que es momento de confesar la verdad. Con tan solo dieciocho años se vio obligado a escapar de una España en plena dictadura franquista para un país mucho más próspero, Argentina. Allí...