Capítulo 8

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Los días se transformaron en semanas, las semanas en meses, y Alan no fue capaz de encontrar un solo rastro del paradero de Gilberto. Cuando fue a buscarlo a su departamento dos días después del incidente, y después de recuperar su auto que estaba en manos de un desconocido por alguna razón, se encontró con que se había mudado. Al buscarlo en el West Studio, dio con una respuesta similar. Intentó incluso rastrearlo por medio de su actividad bancaria, rompiendo con varias normas de confidencialidad y arriesgándose a perder su empleo, pero sin mínimo éxito ya que había mudado su cuenta a otro banco. Luego de tres meses, había perdido casi por completo la esperanza de volverlo a ver, y ello lo afectó considerablemente en su trabajo. No solo había perdido a Gil, había perdido por completo su motivación. No lograba concentrarse, cometía errores de principiante, y estuvo a punto de hacer perder al banco una significante suma de dinero por un sencillo error de dedo. Pero todo eso le tenía sin cuidado, al menos en parte, porque en lo único en lo que podía pensar era en dónde demonios podía estar Gil. No fue sino hasta dos meses después que recobró un poco de control sobre sí por el bien de su empleo, pero en el fondo seguía estando bastante deprimido. Con objeto de distraerse, adoptó un nuevo hábito: ir a beber todas las noches a distintos bares de la periferia del centro de la ciudad hasta altas horas de la madrugada, no haciendo mucho más que mirar las paredes y el asiento solitario colocado frente a él. Los numerosos vasos llenos de líquido ámbar que le quemaban la garganta y el esófago todas las noches no lo satisfacían en lo más mínimo, pero al menos le servían para no pensar en el dolor que lo destruía lentamente desde adentro. No se imaginaba que sería en una de estas noches de soledad y alcohol donde encontraría lo que tanto había estado buscando.

Alan se encontraba en un bar de mediana calidad, sentado en una mesa solitaria frente a una mezcla de Whisky y refresco de cola. Mientras saboreaba su bebida, revisaba indiferente sus redes sociales en su teléfono celular, aunque sin prestar demasiada atención, más bien distraído. Muy dentro de sí, sabía que llevaba aquella conducta porque en alguno de esos lugares llenos de luces neón y meseras en minifalda esperaba encontrar a Gilberto bebiendo una cerveza, encorvado sobre la barra y mirando a la nada, como era su costumbre cuando iba a un bar, pero era demasiado orgulloso como para admitirlo conscientemente. Hasta el momento, no había tenido éxito. Ya con la batería de su teléfono a punto de agotarse y la desilusión inundando una vez más su corazón, Alan estaba a punto de retirarse del lúgubre establecimiento, cuando de improvisto, un grupo de jóvenes, como recién graduados de la universidad, entró escandalosamente al lugar cantando y gritando obscenidades. El grupo estaba conformado por siete integrantes, todos ellos hombres, y caminaban apoyados en el hombro de su compañero de al lado para no caer. Era evidente que todos estaban ebrios, y que tenían la firme intención de seguir bebiendo hasta que su cuerpo ya no soportara más. Parecía que venían de una fiesta de la que los acababan de echar y habían ido allí con intención de continuarla. Alan se exaltó por un instante debido al revuelo que el grupo armó al llegar, rompiendo con el lúgubre silencio del establecimiento que sólo albergaba a un par de clientes, pero realmente la situación no le interesó en lo más mínimo. Pero cuando se levantó de su asiento para irse, sintió como si su estómago se le subiera hasta la garganta. Entre esa bola de post adolescentes borrachos y alegres estaba nada menos que Gilberto. Parecía ser el más joven del grupo, aunque él sabía bien que tenía la misma edad que todos aparentaban.

-¡Adelante mis soldados! ¡A la barra!- gritó. Debía estar realmente borracho, pensó Alan.

Súbitamente, como acosado por un enemigo, Alan volvió a sentarse y se encogió sobre sí mismo todo lo que le era posible, tratando de ocultar su presencia a los recién llegados. No podía permitir que Gilberto advirtiera que estaba allí, porque si lo hacía probablemente terminarían ambos detenidos por el escándalo que se armaría. Gilberto no era alguien que reprimiera su cólera cuando estaba ebrio, y Alan lo sabía de sobra. De un segundo a otro, decidió que esperaría a que el grupo se retirara para seguirlos a donde sea que fueran. Sabía que no podría hablar con Gilberto esa misma noche, pero al menos averiguaría en dónde estaba viviendo, dándole así una oportunidad para aclarar las cosas en algún momento. No había dado con ningún rastro desde hacía meses, y ahora que la vida le había regalado esta oportunidad no la dejaría ir por ningún motivo. Pero debía ser paciente. Un solo movimiento en falso y todo estaría perdido. Llamó a la mesera y le pidió un trago más, el cual servía no tanto para hacer tiempo como para darle valor. Esperó, observando de cerca los movimientos del grupo de forma discreta. Entre ellos no había ninguno que estuviera en pleno uso de sus facultades, pero sin duda el más curioso de todos era Gilberto. Se comportaba como uno de los personajes del cómic que había creado: el líder de un grupo de guerreros que luchaba contra las fuerzas del mal en la Edad Media. Imitaba todas sus frases y actitudes acorde con su época a la perfección, pero en pleno siglo XXI resultaba más bien divertido. Sus amigos le seguían la corriente, pero parecían estar más conscientes del siglo en el que estaban a pesar de su deplorable estado. La conversación que llevaban, además de graciosa, era en su mayor parte incoherente, y se perdía entre risas y gritos que arrastraban las palabras.

Amor DibujadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora