Golondrina

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La cárcel era un lugar sombrío, no por su ausencia de luz, ni por las paredes llenas de una herrumbre fétida, sino más bien por la soledad que se aspiraba en vez del oxígeno. Le dieron una celda de dos por dos en la comandancia central, en la que solo había un camarote de concreto donde su única compañera era una golondrina que de vez en cuando producía algún tipo de sonido para aniquilar de esta manera el estado absorto de la prisionera.

   Habían llegado por ella en la mañana al apartamento de Brad cuando ambos ya esperaban los 3 golpes afanosos en la puerta. Por su parte el tiempo transcurría en un desmedro violento, mientras las agencias de noticias televisivas se encargaban, con gran placidez, de hacer magno el escándalo en el que ella yacía como protagonista.

   No es que fuese algo que la inquietara, de hecho por muchos años cuando la mesa estaba servida y su marido en casa, encendían el único y viejo televisor que prendía de un marco poco convincente y analizaban uno a uno los titulares de los hechos más sustanciales del día, hasta que llegó un momento en que la guerra de Siria ya le era completamente fastidiosa: todos hablaban de ella como se habla del méndigo de la calle que los vecinos no desean que los turistas vean; un poco de tramoyistas lamentaciones, y una porción de silencio ante la corrupción.

   Sabían soberbiamente que algo estaba pasando y que ello no estaba del todo bien. Tenían conocimientos de que altos entes gubernamentales estaban inmiscuidos en muchos de los problemas de los refugiados de la guerra, pero entonces todos miraban hacia un horizonte invisible que les cobijaba el espíritu caliginoso, acompañado de una catilinaria absurda en contra de las circunstancias que a todos nos corresponde padecer, y de pronto estábamos en un mundo perfecto en el que no había asunto ambiguo que no se pudiera explicar con un: <<dejemos que el gobierno se encargue de esto y tratemos de vivir en paz>>.

   La actitud porfiada de una humanidad colmada de sandeces y unas fronteras más apremiadas que nunca, hicieron reflexionar a Sergio.

    — Alguien tiene que hacer algo.

   Y entonces Antonia no comprendió porque ese alguien debía ser él. No lograba dilucidar quien había sido el malandrín que había puesto en las manos de su marido tan azarosa tarea que ahora se lo robaba tal y como el viento lo hace con las hojas adustas y enfermizas del otoño: rauda y brutalmente.

   Se entregó a las lágrimas y al consuelo desmedido e hipócrita que le brindaba el buen mundo donde solía vivir y anheló por vez primera nunca haberlo conocido. Antonia que lo tuvo todo a su lado, se dio cuenta de que también todo él se lo había llevado.

    De vez en cuando una guardia distinta pasaba por los tácitos calabozos en busca de un hecho infrecuente con el cual poder obsequiar un castigo a una presa, la que fuera con tal de hacer algo más que contar los barrotes de cada celda. A veces se miraban entre ellas como cuchicheando un plan maquiavélico, conspirando palabras deshonrosas que rebajasen más a las almas putrefactas que en camas de concreto reposaban.

   Y entonces sobrevenía la golondrina con su presencia señorial, y un jolgorio vociferado que casi podía decirle a los conserjes: <<les he ganado, de aquí no me voy>>. Se posaba en la ventana atestada de pequeños agujeros por los que se tamizaba una luz sucia en medio de la cual levitaban diminutas, pero perceptibles partículas de polvo y un poco también de vaho. Dejaba el ave una sombra en el suelo arreciado por un terremoto unificado que de vez en cuando levantaba un par de trozos de aquella habitación, como si bajo la celda permaneciera el linaje de alguna mujer que en otros tiempo hubiese sido condenada a una cadena perpetua en la cual parió un par de capullos hijos también de la soledad y el desespero.

    Le aterraba, por supuesto que sí. Muchas veces atendió en su consultorio a niños y adultos con claustrofobia que le pedían con un poco de temor que dejara la puerta abierta, y era justo cuando debía inventarse algún tipo de juego para hacerles comprender que en realidad no era tan maldito el rechinar de las bisagras oxidadas de esa o cualquier otra cerradura. A veces lo lograba y otras no, pero al menos se sentía conforme al haber explicado lo que para ella era tan estúpido. Pero ahora podía comprender que esa mezcla irritante de negrura y silencio, a veces dejaban en el ambiente una farfulla semejante a la salmodia lejana de una iglesia medieval.

La ViolinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora