Sus viajes a Líbano habían comenzado solo 3 meses atrás.
Su grupo de peritos había logrado hallar al jefe de las mafias en ese país que respondía al seudónimo de Jean Lucas Pacelli, un hombre cincuentón de ascendencia holandesa que se había transfigurado en la prueba misma de la maldad y la ferocidad de una especie. Un títere del poder y del dinero que acoquina las mentes modernas y las subyuga a un estado de placer solo cuando un haz de billetes se presentaba ante ellas.
Reclutaba familias que, forzadas a huir de una guerra que no pidieron, deseaban hallar cobijo en las manos abiertas de la siempre impetuosa Unión Europea. Pero claro, no podían llegar a un cielo falso sin antes haber cruzado el averno de nuestros días y ser desgarrados por el aliento impío de un malhechor como aquel: mujeres y niñas de un lado, hombres del otro, un vetusto camión con decenas de problemas mecánicos que despegaba desde Turquía con órdenes del Líbano, cruzando paraísos demasiado inalcanzables para ser ciertos: Serbia, Hungría... un continente nuevo que poseía mallas como bienvenida y agentes fronterizos rudos hablando en una lengua desconocida para orientarles, para decirles que el mundo estaba cansado de ellos.
Quizás fue la crueldad lo que hizo volver a Sergio un hombre imparcial, que no le importaba vincular a los gobiernos más prósperos en los actos más sádicos. Fue también aquello lo que convirtió a Antonia en la receptora final de una sinapsis inapropiada traducida como historias de guerra y de dolor.
Pero si algo tenía claro está, es que las travesías de su marido, no tenían en nada que ver con las sandeces de las que las autoridades se jactaban.
–¿Me estás escuchando?- preguntó Brad con tono irritado, mientras su compañera disimulaba la mirada en los documentos de su oficina-. Antonia, esto es muy serio...
–Lo sé... lo lamento... ¿Qué decías?
–Las pesquisas han mostrado que Sergio tenía un viaje planeado para la próxima semana al Líbano y otro a Turquía, ¿lo sabías?
–Si- lo recordó- me dijo que había encontrado el cabecilla de una organización de apellido Pacelli.
–Jean Lucas Pacelli- completó.
Antes del mencionado viaje, su esposo le había hablado de una gran sorpresa para su quinto aniversario: <<van a pasar cosas buenas, te juro que así será>>.
–Pues bien, todo indica que Sergio iría a recibir nuevas indicaciones de este hombre...
–Espera- pidió al notar la insinuación- estás condenando también a Sergio, ¿tú?
Suspiró harto del ambiente y pasó su índice por la frente.
–No se trata de lo que yo piense, querida- alegó con entereza- son las pruebas: hay facturas, firmas, correos, llamadas... viajes; todo juega en su contra, además hay un serial que suelen utilizar los delincuentes en Medio Oriente para identificarse, lo llevan en alguna parte del cuerpo siempre, el de tu marido se componía de ocho números que están tratando de confirmar, y si lo hacen, será la prueba irrefutable de que tenía mucho que ver en esto.
6748539-10. Lo recordó. 6748539-10, ocho dígitos. Un serial.
–¿Lo encontraron?- preguntó angustiada.
–La autopsia no dio resultado, pero hay fuentes que aseguran que él lo tenía.
No, no podía ser. No podía ser aquello una prueba. No.
–Ósea que piensas que soy culpable.
–Por supuesto que no, ¿Cómo se te ocurre decir eso?
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La Violinista
General Fiction¿En qué momento el corazón se fragmenta?, ¿Cuánto puede conseguir una persona herida hasta las entrañas?: Antonia ha tenido el privilegio de ver los problemas desde fuera y ocultarse en la protección que le brinda Sergio, su esposo. Pero entonces es...