Segunda parte: Atlantic | Fernweh

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La marcha del tren, acompasada y meliflua, le pareció empalagosa.

   El lado contrapuesto a la lumbrera de la máquina, podía gozar de la prerrogativa de un oreo tropical o álgido en la misma medida, puesto que mientras un solano tibio arribaba como fiduciario del sol, los bóreas asaltaban de forma salvaje los arboles más próximos en los que pequeñas y grandes aves intentaban refugiarse.

   A esa hora siempre era dable viajar sin demasiadas perturbaciones, a causa de la mínima cantidad de pasajeros que se aventuraban a salir en días en que la copiosidad del frío podía coagular la sangre y las articulaciones en un solo aliento ataráxico. Tuvo tiempo también de justipreciar a sus foráneos compañeros de viaje, quienes no la determinaban ni siquiera a modo de insinuación, y es que si lo pensaba bien, su semblante agreste producto de la humedad que se seca por evaporación en el cuerpo y el nuevo corte de cabello que no lograba asimilar del todo, podían dejarla como una andrajosa que viste harapos mal cortados.

   Cuando compró el tiquete, no tuvo ningún problema. Los documentos conseguidos por Iván la ponían en ventaja frente a las autoridades y su aspecto voluble le daba las armas necesarias para perderse con relativa destreza entre la maraña de personas que, pacientes, aguardaban por la locomotora con variados destinos. Fue allí donde compró una bebida energizante que ingirió casi en un sorbo y que probablemente era lo que la mantenía despierta, y un café que no había tocado en el trayecto. Se había concentrado más bien en revisar su nueva identidad con el fin de que su mente no le jugara malas pasadas cuando tuviera que hacer uso de ella.

   No le sorprendía, tampoco le afligía, Emiliana Gallardo era una combinación sobria de monotonía y buen gusto. La fotografía era una copia idéntica de su nuevo aspecto que quizás Iván y su ayudante habían conseguido valiéndose de algunos programas de edición, mientras que las descripciones de edad y talla variaban sutilmente sin que ello tomara relevancia para Antonia.

   Por otra parte la carta constituía una isagoge sempiterna para expresar en letras, lo que ya con palabras había dicho. Se trataba de una afectiva misiva en la que le expresaba su afecto entrañable y el pedido de una amnistía que quizás jamás recibiría y como añadidura una dirección postal. Ella podía sentirlo allí, a su lado, como una figura fantasmagórica que esbozaba una sonrisa extraviada en el espacio, como si de pronto el aire de afuera contara con una fuerza sobrehumana con el poder de colarse en el interior del vagón y purificar su vida nuevamente.

   Volvió a recostarse en el espaldar de su asiento, al tiempo que una mujer obesa y morena la imitaba y reclinaba el respaldo para esparcir su corpulencia con comodidad. Al notar que la veía, Antonia le enviaba una sonrisa indefectible que la cándida mujer respondió con un pestañeó lento.

   Nunca se hubiese imaginado regresar a Barcelona de una forma tan presurosa, de no haber sido por la epifanía que tuvo mientras caminaba parsimoniosa por la carretera húmeda. Se trató de una serendipia, pues ella solo anhelaba rebuscar el petricor propio los lugares secos que se vieron sorprendidos por el diluvio malagueño que se desplomó sobre ella. Estaba mojada por dentro y por fuera, pero aun así su mente se mantenía completamente repelente a la lluvia, como si un camelote cubriera su cerebro con el fin de poder percibir de una forma más nítida lo que sucedía.

   Entonces contempló un camino dédalo, inefable y extranjero, un terreno baldío por el que ella no había cruzado y al cual temía de una forma inconmensurable. Se detuvo unos cuantos minutos mientras los el aleteo de los pájaros y su trinar bullicioso que celebraba el fin de la lluvia, la volvía más cuerda y sucedió que pudo contemplar un nimbo en su razonar, un momento de lucidez en el cual supo que era lo que debía hacer, y allí se dirigía.

   No le importaba lo que su camino indescifrable pudiese depararle, ella ya no tenía más que perder.

   La estación, al contrario de días pasados, parecía haber sufrido un exterminio, un genocidio de turistas que habían huido a otros lugares para no presenciar un pequeño fin del mundo. Al bajar respiró profundo, dejó las gafas en sus ojos y adecuó una bufanda que le cubría los labios; evadió un puesto de control de las autoridades y enfiló a las escaleras que la ponían de nuevo en el mundo exterior.

La ViolinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora