Capítulo 8

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Después de lo que pasó aquella noche con Daniel, no me sentía cómoda yendo al club de escritura, y creo que él tampoco porque ya casi ni me miraba.

Dos semanas más tarde de nuestro casi beso, decidí que no podíamos seguir en esa situación tan rara e incómoda, especialmente porque ese lugar era muy importante para mí, y desde hacía días me sentía como una infiltrada, así que cuando acabó la sesión me acerqué hasta él.

—Hola —le dije desde atrás. Él se giró y pude ver la sorpresa en su cara.
—Hey, Melisa —saludó con cierto tono de indiferencia.
—Quiero hablar contigo. ¿Tienes algo que hacer ahora?
—Pues... —pasó la vista por todo el lugar y me di cuenta de que estaba buscando una excusa, lo cual me cabreó muchísimo.
—Oye, solo quiero que las cosas entre nosotros estén bien —y era cierto. No buscaba echarle en cara lo que pasó ni que en dos semanas me hubiera tratado como a una desconocida.
—Tengo que recoger la bajera, pero podemos ir después a tomar algo.
—Está bien. Te ayudaré.

Entre él, Diana, otro chico y yo recogimos todo en menos de quince minutos y cuando acabamos, Diana se acercó a Daniel para pedirle que la acercara a casa en coche, pero él le dijo que tenía algo que hacer. ¿Por qué me sentía como si para él fuera un secreto lo que ocurrió entre nosotros?

Cuando nos despedimos, fuimos a un bar de pinchos que había al lado y nos sentamos en la mesa que había más al fondo. Él se pidió un té y yo una Coca-Cola, y cuando fui a pagar, dijo que me invitaba. Al sentarnos se puso a hablar de banalidades y me enfadó, porque yo tenía claro que antes de hablar de cualquier cosa, primero teníamos que solucionar lo que habíamos vivido.

—Daniel, ¿ibas a besarme? —le corté mientras me hablaba del tiempo que iba a hacer esa semana. Él se puso rojo y después se rascó la cabeza, preocupado por su respuesta.
—No sé de qué estás hablando —claro que lo sabía, pero le daba vergüenza.
—Cuando me acompañaste a casa hace dos semanas sentí que querías besarme. Si mi amigo no hubiera aparecido, ¿lo hubieras hecho? —se quedó un rato callado y juro que se me hicieron los segundos más largos de mi vida.
—Si tú hubieras querido, sí, claro que sí.

Me puse roja como un tomate, y él también. Nos quedamos un rato mirándonos sin decir nada más hasta que noté cómo su mano agarraba la mía. Por un momento sentí que no podía respirar. Dios, es que era guapísimo, con esos ojos oscuros, su piel morena, esas rastas, su estilo vistiendo, el collar de plata que llevaba siempre atado al cuello... joder, era el tío más impresionante que había visto, y quería besarme a mí. ¡A mí! ¿Quién era yo para merecer un beso de sus labios?

—Me gustas desde el primer día que te vi, Melisa —aquella confesión no hacía más fácil que respirase—. Cuando entraste en el club, el mundo se me paró. Eras preciosa, inocente, pura... me encandilaste con solo una mirada y, joder, solo podía pensar en besarte cada vez que te tenía cerca.

Me miró directamente a los ojos y sentí que mis piernas temblaban. Dios, con esas palabras había conseguido volverme loca, pero algo seguía sin estar bien. Por regla general nunca me dejo llevar por mis impulsos. Soy una chica calmada, centrada, que actúa cuando debe actuar.

¿Me gustaba Daniel? Podéis apostar que sí. ¿Quería besarle? Muchísimo. Quería besarle hasta que me dolieran los labios.

Sin embargo había algo en mi interior que me decía que no corriera, que pisase el freno, que pensase antes de actuar. Y eso fue exactamente lo que hice. No sé si las cosas hubieran sido diferentes de haber dejado que todo fluyese, pero no me arrepiento de mi decisión.

—¿No dices nada? —me preguntó, haciéndome salir de mis pensamientos.
—Yo... —tragué saliva. Tenía que darle una respuesta ya—, yo sentí lo mismo —creí ver una sonrisa en su rostro, pero cuando continué se le esfumó—, pero creo que necesito un tiempo para ubicarme, ¿sabes? Llevo solo dos meses viviendo en Pamplona, yendo a la universidad, empezando a hacer, de alguna forma, mi vida, y necesito saber qué quiero antes de empezar algo nuevo.
—Sí  —soltó de golpe, probablemente sin pensar—, sí, tienes razón. He ido muy rápido. Debí darme cuenta en la situación que estabas.
—Gracias por no enfadarte.

Cuando acabamos con nuestras bebidas, salimos y dimos una vuelta por el centro. Daniel me estuvo contando que él había nacido en esa ciudad, pero que ya no vivía con sus padres. Por lo visto llevaba trabajando de camarero desde los dieciséis años y con diecinueve decidió irse de casa a un piso en alquiler que comparte con Diana.

También me contó quién era Diana para él  —lo cual llevaba mosqueándome desde que la conocí—. Por lo visto eran compañeros de clase y mejores amigos, aunque también habían salido durante un año, pero lo dejaron porque vieron que si seguían podían acabar destrozando su amistad. Fue entonces cuando decidieron alquilar un piso entre los dos y montar el club de lectura.

Ese día me di cuenta de que no sabía nada de Daniel —literalmente, ya que no tenía ni idea de la edad que tenía o de si trabajaba o estudiaba—, así que usé esas horas juntos para descubrirlo.

Acababa de cumplir veintiún años y trabajaba los fines de semana de camarero en un bar de lo viejo. También había escrito un libro de poemas y, entre semana, estudiaba un grado superior de audiovisuales, su otra gran pasión. Si no me parecía todavía el chico más increíble que había conocido, en ese momento lo consiguió.

—Espera, si no estudias en la universidad, ¿qué hacías ahí? —él frunció el ceño sin entender a qué me refería—. Es que el primer día que fui a la uni te vi. Estabas en la cafetería y llamaste mi atención —su sonrisa es más que evidente.
—O sea que te llamé la atención —me guiñó un ojo y me puse como un tomate—. Antes de estudiar el grado superior, estuve en la universidad haciendo filología, pero cuando me di cuenta de que no era lo mío, lo dejé. Seguramente el día que me viste fue porque había quedado con mi antiguo profesor para hacerle una entrevista que tenía para clase.

Definitivamente este chico había tocado la cumbre de la perfección. Era atento, divertido, sabía qué decir en cada momento, y encima era natural. ¿Qué más podía pedirle a la vida que un chico como Daniel?

Para rematar, me acompañó a casa —esta vez sí que llegamos hasta el portal—, y cuando fue  despedirse me dio un abrazo y se marchó. ¡No intentó nada más! Aquello me pareció lo más sorprendente que había visto en mucho tiempo.

Al día siguiente de mi primera no cita con Daniel, llamé a Bea y le conté lo que había pasado y ella no paraba de hacerme más y más preguntas mientras se sorprendía de lo caballero que era Daniel.

—Sigo sin entender por qué no le besaste o le dijiste que querías ser su novia. Los tíos así no se encuentran fácilmente.

Creedme cuando os digo que en cuanto subí a mi habitación y me metí a dormir me hice exactamente la misma pregunta durante toda la noche, hasta que llegué a la conclusión, simple y llanamente, de que era una cobarde.

—Creo que es mejor que nos conozcamos más  antes de dar otro paso —también lo pensaba, pero en ese momento me lamentaba de no haber seguido mis impulsos.
—Me gusta tu mente. ¿Y con Julieta qué tal?

Oh, ese era otro tema. Mi compañera seguía enfadada por nuestra conversación de hace dos semanas y, por ello, había decidido hacerme el vacío. Cuando la veía en casa —que tampoco os creáis que era mucho— ni siquiera me miraba. Atravesaba el salón o el pasillo y se metía a su cuarto como si viviese sola. Al principio me enfadaba, pero ahora me había acostumbrado a hacer como si no existiera.

—Sigue haciendo el tonto, como siempre —Bea se rió, pero no dijo nada más. No era una persona a la que le gustase criticar, por lo que cuando yo empezaba, ella no seguía. Me gustaba que fuera así—. Oye, ¿te apetece que quedemos?
—Ah... pues no puedo.
—¿En serio? ¿Qué tienes que hacer un sábado por la tarde?
—Cosas —aquella respuesta me dejó sin palabras. Bea era la persona más transparente que conocía y parecía que estuviese guardando un secreto de nivel nacional.
—¿Cosas? ¿Esa es tu excusa? —no dijo nada y supe que estaba nerviosa—. Vale, mira, no pasa nada. Haz lo que tengas que hacer y el lunes me cuentas si quieres, ¿vale?
—Gracias, Lisa.

Y colgué. Aquel fin de semana iba a ser muuuuuy largo para mí, o eso pensaba hasta que me llegó un mensaje que iba a cambiar mi vida.

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