Capítulo VIII.

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Wrifelt continúo diciendo:

-Ahora mis hijas tienen todo lo mejor que puedo darles: Un colegio para damas, ropa fina y cualquier cosa que deseen, porque ellas serán las herederas del imperio que he forjado. -y después decir esto el hombre mayor, dando otro sorbo de licor se quedó dormido sobre su escritorio-

A Nicolás le costó mucho trabajo llevarlo a su cama, mientras el aun fornido anciano repetía un nombre "Sara," quizá el nombre de su esposa, la mujer que seguía amando, aunque tratase de negarlo.

Las hijas de don Teodorick,  Isabel y María, eran unas chiquillas malcriadas, que a ritmo de -"Humm... eres un simple lacayo y tienes que obedecernos,"-jalaban a Nicolás como si se tratase de un muñeco de felpa, obligándolo a ayudarles por separado con sus tareas del colegio y escuela, como también con sus compras de zapatos, vestidos y demás cosas que a decir verdad, les eran innecesarias, ya que las mucamas no sabían dónde acomodar más bultos en sus roperos.

Más él, poco a poco meditaba sobre el ambiente que se vivía en la familia Wrifelt.


- ¿Acaso alguien puede dar lo que no tiene? El señor Wrifelt siempre me aconseja, pero creo que es él quien necesita más consejo.


La casa era grande y donde hay una mansión, hay un sótano. Un día las señoritas Wrifelt, le jugaron una broma a Nicolás, le enviaron por unos candelabros de plata que yacían en el sótano, allí donde nadie había bajado desde que se compró la mansión, sin embargo cuando él apenas había entrado, ellas lo empujaron por las escaleras y cerraron la puerta, de modo que a fuerza de rodar, él joven pudo contar cada uno de sus escalones con su cuerpo, siendo un total de 12 o al menos eso creyó, ya que se desmayó después del doceavo.

Cuando se despertó, una araña se movía por su mano izquierda, pero logró espantarla gracias a la fosforera que había encontrado en la limpieza de la mañana y que hasta aquel entonces yacía en su chaqueta. El sótano era un lugar polvoso y sombrío con un olor a humedad, lleno de cosas cubiertas por sábanas, como si esperaran que una mente curiosa las develara.

Así fue que en vez de dirigirse devuelta hacia la puerta, Nicolás fue iluminando el ambiente, con los candelabros que -¿en verdad existían?, quitando mantas una tras otra, como si fuese un niño abriendo regalos navideños, pues muchas de las cosas dejadas allí eran preciosos catalejos, artesanías y cuadros con unos paisajes maravillosos de la ciudad de antaño, de modo que pudo comprender que las cosas realmente valiosas siempre yacen ocultas a nuestra mirada...

Asi, después de hurgar y quedar exhausto, se sentó frente a un pequeño escritorio de madera tallada, donde no pudo contener su mano, cuando vio brillar la llave del cajón que lo incitaba a girarla. Con ayuda de llave y dando un pequeño tirón, el compartimiento fue a parar a su regazo, donde pudo ver una foto de los antiguos dueños de la mansión, con quien parecía ser su hijo, vestido con uniforme militar.

- Recuerdo eso...

IKRÄTHA:  Cuentos de Soledad -Trygdall-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora