IV

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Suspiró y agarró la pechuga del pavo con la mano izquierda, como antes lo hiciera, tomando con la derecha una de las piernas. Nuevamente volvió a darse cuenta de la presencia de dos pies frente a el, exactamente en el mismo sitio en el que sólo unos segundos antes se había parado el charro.
Los pies que ahora veía iban calados con huaraches muy maltratados, que ponían de manifiesto las andanzas de su dueño. Aquellos pies correspondían sin duda a un hombre muy fatigado, porque parecían hundirse sobre sus arcos.
Macario levantó la vista y se encontró con un rostro muy sincero y agradable, orlado de una barbilla rala. El caminante vestía de una manta muy vieja, pero bien limpia; su apariencia era la de cualquier campesino en la región.
Los ojos de Macario quedaron prendidos a los del peregrino, como si los de este tuvieran un poder mágico, y a través de ellos el leñador descubrió que el en corazón de aquel hombre pobre se hallaban reunidas todas las bondades del cielo y de la tierra. En sus pupilas brillaba un pequeño sol dorado, algo como una abertura que le invitase a uno a asomarse por ella al cielo y contemplar a Dios en toda su gloria. Con una voz en la que parecían escucharse las notas de un órgano lejano, el visitante dijo:

-Dame, buen vecino, como yo lo habré de darte algún día. Tengo hambre, mucha hambre, porque según puedes ver, amado hermano, vengo desde muy lejos. Dame, por favor, la pierna que tienes en la mano y te bendeciré por ello. Con eso podré satisfacer mi hambre y recuperaré las fuerzas, porque todavía tengo que andar mucho para llegar a la casa de mi padre. 
-Caminante, es usted un hombre muy agradable, el mas bondadoso de los hombres que he conocido o conoceré- dijo Macario como si estuviera orando ante la Virgen.
-Entonces , mi buen hombre, dame siquiera la mitad de la pechuga de tu ave, porque sin duda a ti no te hará mucha falta. 
-Oh, mi querido peregrino-dijo Macario gravemente, como dirigiéndose por primera vez al personaje que él consideraba el más elevado del mundo, a un arzobispo, aunque en realidad jamas había visto o conocido alguno-.Si usted, mi reverendisimo señor, pretende asegurar que en realidad nada pierdo, le contaré con muchísima pena y a la vez con toda humildad, porque no hallo otra respuesta que darle, que esta usted equivocado. Se perfectamente que jamás debiera hablarle en esa forma a Usted, porque es tanto como blasfemar; sin embargo, no puedo evitarlo, tendría que hablar así aunque me costara la entrada al cielo, porque la voz y los ojos de usted me obligan a decir la verdad. Usted sabe, Señor que no puedo perder ni siquiera el mas pequeño pedacito de este pavo. El ave (y yo le ruego que comprenda), me fue dada con la intención de que la comiera entera yo solo. Dejaría de estar completa si yo regalara aunque fuera solo un pedacito del tamaño de una uña. Toda mi vida he rogado por un pavo, y compartirlo ahora, después de haber orado toda la vida para obtenerlo, seria destruir la felicidad de mi buena y fiel esposa, que sea ha sacrificado asta lo increíble para hacerme este gran regalo. Así, pues, Señor mio, le ruego que perdone Usted el pensamiento de este pobre pecador. Se lo ruego.
El peregrino miró a Macario y le dijo:
-Yo te comprendo, Macario, hermano. Te comprendo y te bendigo. Puedes comer tu pavo en paz. Pasaré por tu pueblo, me asomare a tu choza y bendeciré a tu buena mujer y a tus hijos. Que Dios sea contigo, hoy, mañana y hasta el ultimo día sobre la Tierra.
Macario, despues de seguir con la vista hasta perderlo al peregrino solitario, movio la cabeza y se dijo:

-Realmente me da pena, estaba tan cansado y hambriento. Pero yo nada podia hacer. Habri insultado a mi esposa. Ademas, yo no podía haber dado ni la pierna ni parte de la pechuga, porque entonces habría dejado de tener el pavo entero.  

MacarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora