2.

180 12 2
                                    

Últimamente se estaba perdiendo en sí misma, hundiéndose en un letargo sin fin. Pensando, sin llegar a algún pensamiento en concreto. Estaba ida. Perdida.

Alec la consoló aquel día, y prometió no decir nada sobre la infidelidad de su padre a sus hermanos. Maryse agradeció el detalle, ella sólo necesita el apoyo y consuelo de su primogénito, no más. Sabía, Alec se moría por encarar a su padre, a que se plantara delante de su madre y se disculpara, y si fuera necesario, que cortara por lo sano, Maryse no se merecía tal trato. Alec moría porque su madre ya no sufriera la tristeza eterna que llevaba consigo, le jodía en el alma verla así, quería tomarla y apartarla de su padre, para que este dejara de dañarla. Era comprensible que su hijo se mostrase así de protector. Pero por más que se muriese por hacer algo, no podía, porque su madre era quien tenía que tomar cartas en el asunto. Era problema de Maryse, problema de su madre, problema marital, que sólo ella debía solucionar. Más como toda mujer, era frágil de corazón y no sabía cómo avanzar, cómo salir del agujero de desesperación en el que había caído. Llevaba ya mes y medio en ése suplicio, y no sabía cómo superarlo.

Era patético, lo sabía. ¿Pero cómo más podía reaccionar? Lo suyo no eran numeritos en la calle, o escenas en la alcoba matrimonial. Ella era un mujer sensata, más ahora estaba atascada, así que había optado por la ignorancia. Robert hacía a su mujer ignorante del tema, y su actitud tan insoportable de ahora, pensaba, se debía a la reciente relación de su hijo mayor con un subterráneo. Maryse lo prefería así, de momento. Estaba consciente de que algún día su mártir llegaría al límite y explotaría todo en la cara de Robert Lightwood, lo bueno, era que ahora tenía a Alec a su lado, siendo su pilar de aguante. 

Alec le repetía una y otra vez que no valía la pena sufrir por su padre, no tardó en responderle que no entendía, aún no entendía por lo que ella pasaba, apenas estaba experimentando lo que es amar. Así que no podía, ni debía decir aquello, que si bien era cierto y era lo más repetitivo a la hora de consolar a alguien, simplemente no era el caso, el que valga o no sufrir, porque a fin de cuentas, era humano hacerlo, y estaba justificado. Ella estaba justificada por sufrir, ella amaba a su esposo. Claramente era denigrante que la hubiera traicionado,  pero no lloraba por su honor, lloraba porque le dolía en el alma el no haber sido suficiente para Robert, tampoco era cuestión de orgullo, sino de sus sentimientos. Sus frágiles sentimientos fueron deshechos, triturados al momento de saber la verdad. Era algo con lo que no podía vivir, sí, en un principio su matrimonio fue un arreglo entre sus familias, pero al pasar el tiempo, al tomarse la tarea de conocer al que iba a ser su esposo, cayó completa y tontamente enamorada de él, y simplemente no le importó el hecho de que era un matrimonio arreglado, se enamoró y ahí quedó, se casaron, tuvieron sus hijos, y siempre creyó, estúpidamente, que él también la amaba. Ya se podría entender su sufrir al saber que su esposo la engañaba con otra mujer, muy bella y muy joven. 

Miró su reflejo, su cabello húmedo por la reciente ducha, su cuerpo desnudo cubierto por una bata de baño, sus pies descalzos mojando el suelo pulido. Su cara demacrada por el estrés, la decepción, la tristeza... era increíble el cambio abrupto que tuvo, ella no era así. Se había dejado llevar por el dolor, ignorando la frase que tan religiosamente recitaba para mantener un equilibrio en su vida como cazadora: "Los sentimientos nublan el juicio" . Así fue, le nublaron el juicio, y sus hijos sufrieron por eso. Pero ya no sería así, ahora para ella su mayor prioridad era la felicidad de sus hijos, como siempre debió ser, disiparía los tormentosos pensamientos de su cabeza y sus hijos ocuparían toda su atención −también sus deberes en la clave−. Sus positivos pensamientos de aliento se vieron destruidos cuando fijó de nuevo su vista en su reflejo. Tocó el espejo con su mano, justo en el reflejo de su rostro. Detalló sus ojeras, que sin maquillaje relucían. Sus labios, resecos. Su tez, más pálida de lo normal. Signos claros de que no se estaba cuidando, se sintió más patética aún. Había descuidado su salud, sólo por Robert, por su engaño, por no ser suficiente, porque él no llegó a amarla como ella lo hacía.

 Su mano cayó, deslizando los dedos por la fría y lisa superficie. Dejó de lado el espejo y se dirigió a la peinadora. Sentándose en la silla volvió a mirarse, no con pena ésta vez, sino con decisión. Desde que se vio rota ante la cruel verdad, jamás se había propuesto tal cosa. Había pensado tontamente que sería capaz de sobrellevar la traición y que iba a ser cuestión de tiempo que lo superase. Más acabó de ver, no iba a ser posible, no con ella tan enamorada aún. Agarró su estela, que estaba en una esquina del peinador. Tomó valor, y subiendo la manga de la bata, buscó un espacio vacío en su piel, lo encontró en la unión del brazo y antebrazo. Con suma delicadeza fue trazando la runa, fue trazando al Agape. Soportó el dolor, mordiéndose el reseco labio, haciéndolo sangrar por la presión. Más la sangre escurriendo por las comisuras no le importó, siguió tan concentrada como el dolor le permitía, en grabar la runa. Al cabo de unos minutos, respiró aliviada, había terminado. Guió la estela más abajo, y activó su Iratze para curar su labio. Soltó la  estela, casi tirándola, hacia el peinador de nuevo. Tomó ésta vez el peine, y comenzó a peinar su cabello mojado. 

Escuchó la puerta abrirse, y por el espejo vio que era Robert. Al verlo ahí, del otro lado de la habitación, quitándose la corbata, tan relajado; sintió rabia, enojo, y cierta pizca de odio. Despejó esa bruma de sentimientos para sonreírse, así era como debió sentirse antes. ¿Cómo no había recurrido al Agape antes? Pudo haberse ahorrado tantas lágrimas y tanta discordia con sus hijos, pero también hubiese significado que prefería el camino fácil, se hubiera rendido sin haber intentado superarlo. Y eso significaba cobardía, cosa en la que jamás en su vida iba a sucumbir.

Él se acercó, posó sus manos en los hombros femeninos y cruzó miradas con su esposa por medio del espejo.

− ¿Te encuentras mejor?.

Preguntó, aparentemente preocupado. Maryse se había saltado la cena, como venía haciendo hace varias noches, alegando no sentirse bien. Ella se limitó a asentir.

  − ¿Sigues tensa con Alec? Hace poco me lo crucé, me pareció que estaba de mal humor. Deberías enterrar el hacha de guerra y aceptar, o por lo menos, dejar pasar su relación con Magnus Bane.

Pobre iluso. No sabía que su hijo realmente estaba enojado con él. Había pensado que el impropio comportamiento de su primogénito para con él, se debía a que estaba tenso con su madre aún.

Maryse sonrió al espejo, sonrisa apagada. »Trabajo en ello« fue su escueta respuesta.

Robert sonrió ampliamente, satisfecho con la respuesta, sobó suavemente los hombros tensos de su esposa. Detalló a la mujer, pasó por alto su descuidado semblante, para obviar una mancha de sangre en la bata. Frunció su ceño.

  − ¿Qué te pasó?.

Maryse siguió el rumbo de la vista de su esposo, y notó apenas el rastro de la sangre. Se encogió de hombros, soltándose del agarre de Robert.

  − Me sangró la nariz. − respondió, y volteó a verlo.−  Nada de qué preocuparse.

Él se alejó un poco de ella, ciertamente no muy convencido, más aún, no dijo nada.

Maryse se levantó de la silla, y se encaminó al vestidor, en busca de una pijama. Ya era tarde y tenía que descansar. Ya mañana idearía qué hacer con su matrimonio, dejándose llevar por sus nuevos sentires.

Sí, eso haría. 

Después de compartir con sus hijos.

Se recordó, sus hijos ahora eran su prioridad.

Baby Steps.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora