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Dio un giro de trecientos sesenta grados sobre su eje, ganándose un silbido coqueto por parte de Isabelle. Sonrió a su hija, y dio una mirada al espejo. Llevaba puesto un vestido rojo, simple y elegante, zarcillos y demás accesorios sólo adornaban el atuendo, estaba maquillada perfectamente para la ocasión. Repasó su figura de pies a cabeza, buscando un imperfecto.

–¿Ya me dirás a dónde vas tan bonita, mamá?

Le llamó la voz de Izzy. Hacía unas horas, había arrastrado a su hija al cuarto para que le diera el visto bueno a algunos de los vestidos que había elegido. Hoy sería una noche estupenda para ella.

–Iré a cenar con tu padre. Es nuestro aniversario de bodas.

La noticia hizo a Isabelle abrir los ojos en grande y sonreír enormemente, sonrisa la cual, le sentó mal a Maryse.

–Hace unos años ustedes no hacen algo como eso, me alegra saber que quieren retomar su vida de pareja. Después de todo, sus vidas se centran tanto en los asuntos de la clave que apenas y tienen tiempo de vivir.

Maryse giró otra vez en su eje, y caminó hasta estar frente a Izzy, tomó sus manos y le dio una sonrisita, entre triste, apenada y amorosa. Isabelle no supo interpretar eso.

–Cariño, quiero que tengas en claro dos cosas: pase lo que pase, siempre voy a amarte, cuidarte y estaré ahí para ti, no importa qué; y, las cosas siempre suceden por una razón justificada, hay situaciones que no tienen remedio por más que se quiera. Recuérdalo, hoy y siempre, ¿Si?

El entre cejo de Isabelle se frunció, al no saber a qué venía aquello tan profundo por parte de su madre. Mas decidió no objetar nada, Maryse se estaba abriendo con ella; tal vez pronto sabría lo que desde hace poco sospechaba: el porqué del cambio de su madre, tan abrupto como grandioso. Era algo que desde el primer día le inquietaba.

Sonrió a su madre, y prometió.

–Lo haré.

Un último abrazo, y su madre se despidió.

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Bebió de su copa de agua, ciertamente, estaba nerviosa. Había citado a Robert, no fueron juntos. Veía cada tanto a los lados, esperando a que llegara. Hacía tanto que no salía a cenar con su, todavía, esposo, que se le hacía extraño estar en un restaurante mundano con tales pintas; lástima que no llegaría a probar el pan de entrada. Llegó unos minutos antes, y ya había venido el mesero unas dos veces, para tomar su orden. Le incomodaba el hecho de que pensara que tal vez, la dejaron plantada, porque hacía que ella también lo pensara.

La quinta vez que el mesero se acercó, ésta vez con las mejillas rojitas, para tomar su orden, Maryse estaba ya enojada. Se acercaban las nueve y treinta, se negaba a que sus planes salieran mal. Estaba que salía y rastreaba a Robert para caerle dónde sea que estuviera y ya no ser tan sutil al momento de pedirle el divorcio. Intentó calmarse, pidió un botella de vino –al fin pidió algo– y cuando el joven iba a retirarse, Robert llegó.

–Lamento la tardanza, querida, hubo un problema en, – miró fugazmente al mesero. – la oficina.

Maryse dirigió su mirada gélida a Robert, estaba molesta, y él lo percibió perfectamente. Hacía dos meses que su esposa no le miraba con enojo, o si quiera sentimiento alguno, y el hecho de que le mirase así con tanta intensidad, le incomodaba. Pero, dicha incomodidad pasó a ser ternura –por alguna razón–, cuando barrió con la mirada a su esposa, y notó que el collar que llevaba puesto, era el de su matrimonio, ése que la unió a él.

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