Sorpresa.

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La mañana era fresca pero tórrida. Con el comienzo del verano llegaba el calor y aquella agradable temperatura matutina, aunque seca, se agradecía sobremanera. El rocío de las hojas caía sobre la túnica de Connor, dejando una sensación de humedad tan deliciosa sobre su piel. Llevaba cruzado el arco y el carcaj con flechas a la espalda, el tomahawk en la mano derecha y un par de conejos en la izquierda. Quedarían bien para la comida, pensó él. Pero en ese momento tenía un hambre tan atroz al haber corrido un buen rato, que de buena gana podría comerse uno para el desayuno.

La hacienda Davenport ya no era lo mismo. Y no lo digo solamente por la fachada, que estaba más reluciente que nunca, sino porque a pesar de todas las remodelaciones y las personas que llegaron a vivir y trabajar ahí, seguía sintiéndose un vacío atronador. No era igual desde la muerte de Aquilles. La casa estaba fría y silenciosa. Las típicas discusiones entre los pasillos y las salas se habían esfumado, así como sus consejos sabios acompañados de esa angustia paternal que nunca le habían ofrecido. Habían pasado ya tres años desde que tuvo que sepultarlo en el mismo suelo de la hacienda, la herida aún seguía fresca. Un amargo sabor de boca al haber perdido a su mentor, a su padre adoptado. Todo estaba en solitario silencio, el silencio era extraño.

Connor encendió el fuego en la cocina y se dispuso a preparar la carne recién obtenida. Suspiró, se sentó en la mesa con un libro entre las manos, era uno de los diarios de su progenitor, Haytham, el antaño gran maestre templario. Tras un rato de estar leyendo, frunciendo las cejas o la boca cada vez que leía algo sorprendente o asintiendo cada que estaba de acuerdo, recordó que había dejado la carne sobre el fuego. Buscó entre las repisas un par de especias que Aquilles le había enseñado a agregar cuando preparaba conejo, cuando se dio cuenta de que el frasco estaba vacío.

«Tendré que ir a comprar más... » se dijo con cierta molestia, pues no esperaba salir de la hacienda por el resto del día.

Preparó su caballo, dejó a alguien a cargo y partió presuroso hacia Boston. Durante el camino sintió un cosquilleo en el estómago, y no era hambre. Era como cuando se tiene un presentimiento, que algo importante va a pasar. Sin embargo lo dejó suceder sin prestarle tanta atención y se limitó a conducir al corcel a través de la senda que cruzaba el bosque. El trinar de las aves le dio al ambiente un aspecto alegre, la ligera cortina de niebla reflejó la luz matutina haciendo parecer que se estaba en medio de un sueño, entre nubes, entre un paisaje místico de pensamientos profundos y serenos.

Llegó a la ciudad. Le gustaba ir allí porque había tanto para ver y descubrir y aunque no era un lugar tranquilo como el bosque donde vivía y al que tanto amaba, el bullicio le servía para salir de la rutina. No demoró mucho en comprar las especias. Estaba guardando los frascos en las alforjas de su caballo, cuando una serie de risas y voces atraparon su atención.

—¡Hey, tampoco es para tanto! —rió uno de aquellos jóvenes caballeros que iban rodeados de hermosas muchachas, que les lanzaban miradas melosas y ademanes atrevidos. Claramente buscando algo más que un rato divertido. Todos llevaban por lo menos a una chica prendida de su brazo, pero uno de ellos a pesar de ir rodeado de tantas no se dejaba abrazar por ninguna, o por lo menos no mostraba el interés de hacerlo. Era tan formal como sonriente, elegante desde su andar hasta su porte, pero despreocupado y ladino como solo él podía serlo, en su rara mezcla. Tenía el cabello largo de color castaño, atado en una coleta con un listón rojo como las rosas y la sangre; una cicatriz definida cruzaba en vertical sus tentadores labios cerca de la comisura; y sus ojos... ¡Ay, esos ojos! No había modo de describir todo lo que ese par de orbes brillantes irradiaban con cada mirada...

Alguien soltó otra broma y todos los demás integrantes del grupito ruidoso volvieron a estallar en carcajadas, pero la risa que más destacaba, pero por su ausencia, fue la del hombre de la cicatriz en el labio. Connor los miró caminar con cachaza hasta que se adentraron en una cantina y siguieron con su pequeña fiesta allí dentro.

—Son extranjeros —dijo un hombre de unos treinta y tantos, que estaba a un lado de Connor arreglando la silla de su propio caballo, y al ver que el chico de piel morena no dejaba de ver en esa dirección no pudo evitar comentarlo —. Recién supe que llegaron ayer, uno de ellos en una magnífica nave que según sé es mercante. Pero como no traía mercancía es de suponerse que ha venido de viaje como todo niño mimado, esos ricachones no escatiman nunca en gastos cuando de divertirse se trata.

Connor soltó un profundo “Hmmm”, con cierta sospecha. ¿Un barco mercante que no llevaba mercancía? Algo raro debía estar pasando ahí. Suspiró hondo, y decidió restarle importancia al asunto. No quiso demorar más en volver a la hacienda, su estómago rugía considerablemente ante la falta de atenciones que solo un desayuno bien servido podría darle. Palmeó el cuello del corcel, y tirando suavemente de las riendas le hizo avanzar a paso veloz.

...

Había días en que realmente valía la pena salir de la cama, y otros... no tanto. Aquel fue uno de esos días malos y aburridos, con nada más que la rutina. Connor no hizo más que esperar a que diera la hora de la comida, luego la cena, y luego irse a la cama. Se estaba cansando de hacer siempre lo mismo. Pero romper con ese círculo vicioso era aún más difícil de lo que parecía, porque implicaba salir de esa pequeña zona de confort de la que todos somos esclavos. Daba igual, no era como si tuviera otra cosa que hacer. Estaba acostado boca arriba sin poder conciliar el sueño, cuando recordó a los extranjeros que había visto en la mañana.

¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Rondaban esas preguntas por su revuelta mente. Y así se quedó pensando en ese jovial hombre de cabello castaño y cicatriz en el labio, hasta que la niebla de los sueños opacó toda preocupación y le dejó pasar la noche tranquilamente.

...

Un fino rayo de sol sobre los párpados de Connor fue impedimento para que siguiera durmiendo. Entre sueños, intentó no prestarle atención y seguir babeando sobre la almohada hasta pasadas las nueve. Pero no funcionó. Arrugó el entrecejo, se despertó a medias y se levantó para cerrar bien las cortinas. Pero apenas lo hizo, una escena, abajo frente al porche de la enorme casa, le obligó a espabilar de golpe y porrazo. Se trataba de dos hombres discutiendo entre sí, lucían relajados, como quien charla con un conocido. Connor se extrañó al verlos ahí parados y se frotó los ojos de no poder creer quien era el recién llegado. Ahí estaba el joven extranjero del día anterior.

Como al paso del viento (Ezio x Connor)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora