EPÍLOGO

7.5K 1K 228
                                    


—¿Desde cuándo?

La curiosidad de Will Graham destruye todo placer terrenal que las notas del instrumento pueden suscitar. Los dedos de su benefactor se detienen sobre las teclas, las acarician en un adiós que susurra —jura— un pronto regreso. Se pone de pie entonces, y de su sombra el invitado ve a la bestia nacer, porque lo más humano que Hannibal es, él lo hace vivir. El único reflejo suyo que le es conocido está hecho de la carne de sus dolores, de una piel que a gritos ha deseado profanar. Y va arrancarla del reino de Dios desde el ardor de su exilio.

—Siglos atrás.

Basta quizá una sonrisa para que el anfitrión se sepa a un paso de la victoria, y el suelo retiembla bajo los pies del Diablo cuando le seduce el miedo que en el silencio lo llama. Will se consuela con un trago más de whisky.

—Supongo que las cenas no fueron mera cortesía.

Lecter confirma esas creencias al limitarse a servir otro poco de la bebida ambarina sin pronunciar palabra.

—Nuestro buen doctor sirvió a sus colegas deliciosamente esta noche —dice el de ojos cerúleos, castigado por su propio humor sarcástico.

Ya no soporta más esa presencia que lo acecha, que creyó su amigo alguna vez. Pero no queda nada por hacer cuando está saboreando el fruto que su padre, en lo alto, le ha rogado no tocar. No quiere resistirse a los encantos del demonio; él ha tocado para su alma la sonata del dulce pecado que es el poder de comer lo maleducado.

—Debes saber, Will, que encontrarte en esta vida no fue una decisión, sino una deliciosa coincidencia.

—¿No querías encontrarme?

—A veces los sentimientos nos hienden tanto, mi muchacho... —Se permite detenerse, sólo para alabar la pasión que esconden esos zafiros de azul al escucharle—. Lo deseé; en lo profundo de mis pensamientos, deseé perdonarte. Pero mi compasión por ti anheló también no tener que hacerlo.

—Y sin embargo...

¡El destino, caprichosa desgracia de los dioses!, de aquellos que observan a sus hijos caer, se regocijan por los tropiezos malsanos que quitan de la boca de los ciervos la vida. Si ese dios existe en los cielos, si la fe no es ciega, si Él acaso es y ofrece misericordia, no los ama. No a sus dos malditos destierros.

—En tus sueños, ¿podías verme a tu lado en el espejo?

Lo niega escandalosamente, se entrega dando un paso más hacia su benefactor, flaqueando cuando el calor de ese cuerpo lo toma como una presa inolvidable. Si tendrá que saberlo al fin, que sea en la muerte, porque su vida no merece un dolor más grande que la traición a sí mismo.

La carne mortal y la que no lo es desde hace tanto se entremezclan en un abrazo de adiós. Hannibal estrecha a su efebo en sus brazos, quien busca en los latidos de aquella monstruosidad una señal de redención. Y el canto del caos le grita en los oídos al encontrar en ese pecho el silencio de los corderos.

—No, porque no hay alma que quede en tu cuerpo —susurra a su corazón sin vida—. Has olvidado lo que eres, y sólo yo puedo reflejarte. Soy...

—Mi diseño.

Asiente. Una vez tras otra su cabeza se mueve al son de terror, arrojado a los territorios que ningún hombre ha atravesado para contarlo. Pero Hannibal Lecter, su creador, su amor de tantas vidas, no es uno de ellos; le cuesta su sangre comprender.

Él se arrodilla frente a su querido William, sintiendo la tersura de los dedos que tiran de las doradas hebras suyas, pidiendo que sus besos no lo quemen como castigo, que esas manos dejen de desnudarle y así mostrar al mundo su vergüenza eterna. La lengua viperina serpentea por los caminos de su amado, clama los jadeos tortuosos, clama el whisky que pronto cae por la piel en cuanto su adoración no puede cargar más la cruz a sus espaldas.

Entonces, los colmillos emergen y de la carne brotan las gotas sanguinolentas que al fin amparan al sediento. Bebe como un loco desatado, muerde, devora; renace del elixir que por los siglos ansió probar. Will se derrumba poco a poco, la copa de cristal se rompe contra el suelo, su cuerpo cede al vértigo del abismo cuando ya no tiene nada que ofrecerle a su deidad. Y esos ojos tristes hallan de nuevo a los otros, detrás de ese eco que es la sentencia que cree, desesperadamente, merecer.

—Así es como termina. —La voz del efebo dice.

—No, Will...

Él roba la sangre de la boca del vampiro, muriéndose en la caricia que toma su último aliento, luchando una última vez cuando sus dientes se aferran a los labios de gusto férreo, rogándole la vida que le ha quitado, arrebatándole la gloria de regodearse por otra de sus desgracias. Hannibal Lecter sabe a la mejor tragedia de su muerte. Sabe a él mismo.

—Así es como tú y yo surgimos.

Pronuncia, y arrulla a su muchacho.




NOTA
Creo que aquí queda en claro qué es Hannibal en esta historia. Lo que sucede con Will, queda a merced suya.

Tengo que aclarar que esta trama fue una improvisación de último minuto, pues lo que realmente tenía planeado era mucho más extenso, pero temo que este resultado me convenció más —después de hacer al menos cuatro borradores del primer capítulo—. Sin embargo, mi verdadera idea está aquí plasmada: Will siendo un cantante de ópera y Hannibal un espectador un tanto peculiar. En este caso, el Dr. Lecter fue un vampiro que acechó a Graham vida tras vida hasta que no quiso verle escapar más.

También comento que el título de esta historia es por el cuento "La Carne", de Virgilio Piñera; sobre canibalismos y lo absurdo.

En fin. Espero que esta historia breve de nuestros murder husbands haya sido de su agrado. Todo comentario al respecto es siempre bien recibido; nunca es malo saber sus opiniones. ¡Muchas gracias por leer!

Hasta la próxima.

de la carne | hannigramDonde viven las historias. Descúbrelo ahora