IV

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—El primero de ellos se dio dos meses atrás.

Las manos de Hannibal están sosteniendo cuidadosamente una de las copas, mientras la tela de un trapo blanco limpia el cristal. Su mirada sube desde su tarea hasta la canasta de frutas, enamorándose del aroma de las granadas que ahí yacen; después doliendo la caída que supone para Will que sus ojos se encuentren. El perfume de su obsesión se mezcla con aquel otro y ellos se deleitan de la dulce divinidad.

—Fue en un castillo. —El psiquiatra ladea el rostro, interesado—. El castillo de tus padres.

—Conocías vagamente la historia de mi vida en ese entonces, Will.

Él asiente, acercándose a su anfitrión para ayudarle a lavar el último plato sucio que resta en la cocina. Tal detalle despierta en Lecter un curioso sentir, entendiendo las probabilidades de que su muchacho haya cedido a sus arraigadas intenciones. El agua cae, gotas salpican en el silencio; las manos nerviosas del efebo se mueven despacio, despacio cuando su compañía se inclina para saciar su sed por él, rozando su nariz la carne de su cuello a la vista.

No han dejado de regalarle esa terrible loción en Navidad.

—Nos conocimos en la ópera.

—Creí que era un gusto demasiado pretencioso para ti.

—Irónicamente —una sonrisa se arrastra por los sonrosados labios—, yo era el cantante.

Hannibal sonríe contra su piel. Will no puede soportar ese cálido aliento que le embate y se vuelve hacia él, siendo acechado por la cercanía.

—Traté de matarte.

—Lo sé.

No es una respuesta que esperaba encontrar, o tal vez, una que esperaba ser capaz de aceptar. Cualquiera que fuese alguna vez la razón, ésta le obliga a sostenerse de la encimera para erguirse, apartándose de él. Por sus dedos aún escurren vestigios del agua, y de la sangre de la herida sin curar. Lecter se aferra a las cenizas de su cercana presencia, y con el rostro derrocado por el dolor de ese rechazo, camina a espaldas de su invitado.

—Jamás funcionó —susurra—. Ni en esa vida, ni en otra.

—La traición siempre fue el costo de tu amor, Will.

—Y mi costo fue morir en tus manos.

Hannibal alza su mentón en defensa, pero el otro apenas alcanza a percibirlo. Se vuelve, se hace parte de esa intimidad que quiso arrancarse del corazón como forastera, se estremece de gusto al ser el mármol cincelado por esa mirada. Es una lástima que los ojos de la bestia le contemplen tan tristemente.

—¿Qué ha cambiado desde entonces?

Hay un espejo a espaldas de su anfitrión, lo descubre. Puede espiarse a sí mismo, verse respirar con la misma agitación de una carrera contra la muerte, puede saborear el toque de una deidad que no le será misericordiosa. Puede vivir del miedo que lo acecha, y también del monstruo que ya se relame su sabor de los labios.

Ya nada lo quebraría más que no hallar ahí otro reflejo.

de la carne | hannigramDonde viven las historias. Descúbrelo ahora