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        Esa madrugada se llevó a los labios su quinto cigarrillo. Aspiró con fuerza y resignación, como si inhalar aquella venenosa nicotina fuera lo único que quedaba para hacer. Se quedó sentada en esa silla barata mirando un horizonte lleno de edificios, y el sol que comenzaba a resplandecer entre las torres de cemento. Hacía frío, pero no le importaba demasiado, había hecho frío toda la noche. No había podido dormir, una vez más, aturdida por una constante angustia que volvía de vez en cuando a atormentarla. Cinco años pasaron hasta que todos los espectros regresaron en un arrebato de desmedida nostalgia. Estaba totalmente fuera de su control, y sentía aquel ardor recorrerle todas las partes del cuerpo, en especial por la noche cuando estaba sola y a oscuras, sin poder correr ni escaparse de sí misma. No lograba quitarse de encima los recuerdos y esa sensación de impotencia y ansiedad. Tampoco lloraba, nunca lloraba. Todo ese dolor que lograba reprimir con una fuerza inhumana se estaba convirtiendo en un nudo cada vez más grueso y complejo adentro suyo, se estaba metiendo abajo de su piel y encarnándose en lo más profundo de todo su ser. Se estaba encariñando con él, alojándolo como a un buen amigo, como a su único amigo. Pensaba que así era mejor, que permanecer entre las sombras y ocultar lo que estaba pasándole haría que todo aquello desapareciera. Creía que algún día, milagrosamente, despertaría sin sentirse increíblemente desgraciada.

Sus ojos recorrían suavemente por todo el paisaje otoñal y comenzaba a oír los ruidos de la calle. Los molestos bocinazos de conductores amargados y enojados por estar cumpliendo con otro día de rutina, gritos de los niños que se estaban levantando de sus acaloradas camas para asistir a otra jornada de clases aburridas y exámenes, los ladridos de perros hambrientos, todos aquellos sonidos matutinos eran su despertador, su llamada a Tierra, la alarma que tenía que atender todos los días. Bajó la vista y el reloj en su puño marcaba las seis. Supo entonces que a ella también le tocaba atender sus asuntos. Se levantó y se vistió, con la misma desgana de siempre. Preparó su café y lo bebió con una parsimonia exagerada. Cuando tuvo la última gota en su lengua se dignó a bajar las escaleras y hacer el largo y conocido recorrido a su trabajo. Sabía de memoria las calles que el colectivo tomaría, las casas que vería, el niño pelirrojo que todas las mañanas aguardaba al bus escolar en una esquina. Solía tener la inusual suerte de encontrar un asiento cerca de la ventanilla, y eso le gustaba. Recostaba su cabeza y miraba hacia fuera, con una expresión de cansancio en su rostro, como si estuviera finalizando su día y no iniciándolo. Había un chico, un muchacho joven que viajaba con ella y, por el contrario de ella, él sí la había notado. La observaba con fascinación y se preguntaba siempre quién sería esa mujer tan joven y tan triste, porque le transmitía esa energía, esa innegable sensación de tristeza. Había querido hablarle muchas veces, acercarse y conversar, pero tenía miedo al ridículo y al rechazo. Ella no parecía la clase de chica que se interesaría en hablar con el primer extraño que se cruzara en su camino. Aparentaba, en cambio, ser alguien muy introvertido y reservado, más no antipático. Él percibía una luz en ella, una luz que se moría de a poco pero que todavía se reflejaba en sus pupilas y en el gris de su iris. Escribía sobre esa señorita algunas veces en sus cuadernos, los cuales no se atrevía a mostrarle a nadie. Se sentía encantado y privilegiado de poder sólo sentarse a mirarla todas las mañanas, hasta el fin de su viaje, donde tenía que bajarse y despedirse de ese rostro indiferente, para ser quien debía ser y volver al mundo en el que él y esa mujer ni siquiera se conocen.

*

Bajó del colectivo y entró a aquella sala de oficinas una vez más. Saludó cordialmente a sus compañeros, aunque la idea de tener que verlos le aburría bastante. Se sentó en su silla y se quitó el abrigo dispuesta a cumplir con su trabajo, el cual, honestamente, no le gustaba para nada. Se encontraba allí hasta las cuatro de la tarde, atendiendo llamados insoportables de gente insoportable que a veces parecía solo querer molestar. Ponía voz de alegría y disposición fingida e interactuaba con los clientes, como todos lo hacían en aquel lugar. Las luces artificiales le hacían mal a la vista, aunque nunca emitió quejas al respecto. Era un espacio grande, pero dividido de una manera espantosa que impedía que las personas pudieran deslizarse por él con comodidad. Había algunas ventanas por las que apenas entraba luz solar y la ventilación era terrible, haciendo que los veranos se hicieran irritantes y los inviernos muy fríos, pero ya se estaba acostumbrada a eso y elegía su ropa sabiendo con anteriodidad la temperatura y sacando conclusiones de cuán frío o cuán caliente estaría el lugar al día siguiente. Así, mientras los demás protestaban por su incomodidad, ella se encontraba sentada, focalizada en asistir a sus tareas y esperando ansiosa el momento de salir. A veces, cuando no recibía llamadas o hacía recesos de unos quince minutos, mientras tomaba su desayuno de media-mañana, escribía. Llevaba su anotador y tenía algunas lapiceras cuyas tapas estaban masticadas por su compañero de la oficina contigua, que tomaba sus cosas sin pedir permiso suponiendo que ella estaría de acuerdo. Una vez lo vio hurgando entre sus hojas y le dio una reprimenda típica de cualquier madre enojada. Se enfureció y no hablaron durante dos semanas, hasta que él, arrepentido y avergonzado le pidió disculpas por su casi inevitable torpeza e irrespeto. Ella lo perdonó y continuaron trabajando como si aquel incidente no hubiera ocurrido, aunque ninguno de los dos lo había olvidado. Sabía que él no era un mal compañero, pero aquel gordito oloroso y ruidoso le irritaba y no podía evitarlo, aunque había llegado a un punto en el que prefería aceptarlo y continuar con su trabajo sin más disturbios. Al fin y al cabo un par de lapiceras mordidas no significaban, tampoco, un terrible perjurio.

El peso del reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora