El día que nació hubo un temporal. Los suelos crujieron, y alguna ciudad del mundo fue cubierta por las enormes e implacables fuerzas del océano. Se incendiaron algunos bosques y el cielo tronó. En medio de las luces intermitentes de los rayos, los gritos de una mujer dolorida, la desesperación de médicos y enfermeras y el deseo y la incertidumbre de un padre impaciente, sus ojos se abrieron por primera vez, y lloró. Los doctores la atendieron de inmediato y creyeron que no viviría más de un día, puesto que había nacido casi ahorcada por el cordón umbilical. Su madre no pudo verla hasta dos días después cuando finalmente le comunicaron que la bebé no moriría, y que habían logrado estabilizarla.
Hubo una conexión especial desde el momento en que la tuvo en brazos, y le asustaba la fragilidad de ese pequeño cuerpo caliente y rojizo que ahora estaba durmiendo apaciblemente. Sentía una energía abrasadora que le recorría las venas, y cuando la criatura por fin abrió sus ojos, y la miraron con firmeza y se sostuvieron en su mirada, entendió lo que significaba amar tanto a alguien hasta creer que el corazón se saldría de su lugar, y también sintió mucho, mucho miedo. Se sintió insignificante ante un ser poderoso y encantador, y supo que su vida estaba ahora en alguien más. Sonrió. La bebé volvió a dormirse suavemente como entregándose a un sueño profundo y reparador. La llamaron Catarina.
Su abuela, llevada por sus supersticiones y creencias espirituales, más de una vez presagió que debido a las complicaciones en el nacimiento, a la niña le esperaría un porvenir desdichado, pero los padres, particularmente la madre, despreciaron estas sentencias fatídicas y las sustiyeron con otra quizás aún peor; anunciaron que su hija representaba luz, y que estaría destinada a iluminar y sanar la vida de todos los que la conocieran. Puede haber sido esta última predicción, y no la de la abuela agorera, la que condenara a Catarina con una responsabilidad absurda de ser para los demás, y no para ella misma.
La verdad es que no recordaba muchas cosas acerca de su madre. Los aromas y el tacto venían a veces como recuerdos efímeros de un pasado muy lejano, pero no permanecían. Olvidaba con facilidad el sonido de su voz.
Solía recordar con un poco de nostalgia momentos felices y los idealizaba. Se convertían en gloriosos y placenteros, y los rememoraba una y otra vez como cintas de video. Tenía imágenes de sonrisas y ojos iluminados, el sonido de las carcajadas y el tacto de manos mucho más grandes que las suyas que la tomaban, protectoras y envolventes. Se sentía amparada en un manto de calor y cariño, como si fuera nuevamente esa niña. Como si no estuviera sola ni triste y como si todas las cosas que habían pasado después hubieran sido sólo pesadillas absurdas. Lo cierto es que hay un antes y un después en su vida, una pared, un límite que distingue dos pasados distintos. El primero parecía estar lleno de rostros sonrientes. Era el único tiempo en el que se veía a sí misma completa y feliz. Cuando se conformaba con los abrazos matutinos, los cafés de Domingo y ver a sus padres con las manos entrelazadas mientras caminaban. En el segundo se hallaba todo lo que resguardaba en los sectores más recónditos de su memoria y se abstenía a mencionar.
Debajo de su cama se encontraba una caja de madera en donde guardaba fotos viejas, cartas, pequeños recordatorios de una época remota. Esa tarde, después de muchos meses, decidió quitarla de su escondite y abrirla. Debió soplar y limpiarle el polvo que se había acumulado. Cuando la vio limpia y pudo volver a notar sus iniciales grabadas, dudó. Se preguntó si estaba segura de querer abrirla y atreverse a entrar de nuevo en ese laberinto de reminiscencias en el que ya se había perdido más de una vez. Aún así, juntó coraje y decidió destrabar el pequeño cerrojo de bronce. La caja se abrió y su corazón latió un poco más rápido y más fuerte. Supo que estaba a la deriva una vez más. Metió sus dedos y ojeó entre papeles, un par de zapatitos de danza de sus años de aprendiz, y algunas fotografías, hasta que se aventuró a tomar una. Ahí estaba, una Catarina más joven y sonriente plasmada de manera eterna en una lámina, rodeada por los brazos de su progenitora, a quien le brillaban los ojos y le ondeaba el cabello. Sintió ternura y se encogió de hombros, mientras esbozaba una mueca. Recordó cuánto le gustaban las manos de su madre, femeninas y delicadas, con los dedos proporcionados, la piel blanca y suave. Recordó cuánto le gustaba sentir esa piel rodeando su rostro y ver esos ojos verdosos mirándola con un cariño excepcional. Recordó cuánto anhelaba ser heredera de su belleza algún día, y las veces que había manifestado ese deseo. Ya no quería ser como ella. Empezaron a quemarle las discordancias de sus pensamientos y el rencor que mantenía latente adentro suyo, y decidió dejar la fotografía, justo entre las otras de donde la había sacado. Una vez más se preguntó si debía dejar todo aquello como estaba y no seguir urgando si sabía que existía la posibilidad de abrirle la puerta a algunos fantasmas. Y una vez más esa opción fue descartada. Tomó lo que parecía ser una carta extensa llena de tachaduras y oraciones subrayadas o remarcadas. No podía acordarse bien quién la había escrito, no reconocía la caligrafía ni le encontraba demasiado sentido a las frases que se repetían una y otra vez como gritos de ayuda desesperados. Continuó leyendo, fruncía el entrecejo y pensaba. No entendía por qué tenía ese papel guardado si no había relación con los demás objetos que tenía allí atesorados.
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El peso del reflejo
General FictionDesde muy pequeña Catarina aprendió a resignarse a una vida de soledad y valerse por sus propios medios se convirtió en su única opción. Durante el transcurso de los años se escondió en las sombras de la conformidad y llevó consigo la carga de una p...