IX

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                Mía tenía las piernas muy largas y la lengua también. Era torpe y descuidada, y solía cometer el error de decir las cosas en el momento equivocado con las personas equivocadas, pero tampoco le importaba demasiado. Se reía y se divertía si había alguna cara de horror o desconcierto, luego se iba dejando una nube de confusión a su paso. No tenía filtros ni caretas, y era éso lo que despertaba un rechazo incurable en algunos, y admiración en otros pocos. No tenía vergüenza de sí, porque consideraba que era triste sentir pena de uno mismo, y no se permitía angustiarse por quienes la subestimaban y veían en ella un simple y vulgar objeto de deseo. Lo cierto es que lo que consideraban vulgar era su desenvoltura descarada y su transparencia, y más de una vez Catarina vio en ella a su abuela, con la notable diferencia de altura porque Perla apenas alcanzaba el metro cincuenta. Ésas características que a Catarina servían como inexorable reminiscencia eran las que le transmitían confianza, aunque ello no impidiera que creyera que Mía no podría jamás comprender sus infortunios, inclusive cuando había intentado en más de una ocasión acceder a sus memorias y desvestir sus confesiones con paciencia y atención.

        A mitad de primavera ya no sufrían el frío en aquel sitio de llamados constantes, pero los días de calor se aseguraban de tener consigo botellas de agua para luchar contra la baja presión y la claustrofobia que varios padecían. Su trabajo demandaba tiempo y tolerancia, porque la mayoría de las personas que reclamaban su tiempo en solicitudes de ayuda tenían peor humor que los que atendían, y estaban acostumbrados a recibir insultos, llamados en broma o la ansiosa insistencia de quienes no podían resolver sus problemas en la primera consulta. Catarina había comenzado a llevar su labor de mejor manera, y la clave estaba en que ya no focalizaba su total concentración y procuraba resguardar energías y humor para más tarde. No había dejado de aburrirse, pero sí tenía más perseverancia y estaba convencida de que tarde o temprano —quizás muy pronto— podría irse de ese lugar.

Mía notó el cambio, y no pudo evitar asociarlo al muchacho que Catarina le había nombrado accidentalmente días atrás. Se propuso sacarle bocados de información de a poco, porque a pesar de su impulsividad y torpeza para la conversación, procuraba tener sumo cuidado con su compañera. Sabía, o temía, que podría sentirse amenazada si intentaba avalanzarse sobre ella con preguntas y cuestionamientos y que su coraza se convertiría en una aún más hermética. Aunque Catarina no pudiera notarlo, guardaba una consideración amistosa para con ella. Al fin y al cabo, se conocían hacía ya varios meses y habían pasado juntas semanas, una al lado de la otra, charlando o divagando en sus propias consciencias en silencio, y aunque los diálogos fueran triviales, para Mía representaban un avance de confianza en la relación. Percibía la distancia de Catarina, pero no suponía que no era algo personal y que estaba ligado al encierro que su ser sufría por precaución a nuevas heridas y desilusiones.

Catarina despertaba con sus ojos en las cimas de los altos edificios, siempre sentada y expectante desde su balcón, sitio que más de una vez le había servido de refugio cuando las paredes del departamento parecían cerrarse sobre ella y acorralarla en una cárcel de recuerdos perdidos. Daba caladas al cigarro con sus piernas desnudas extendidas sobre el suelo, y cuando oía que el bullicio de las calles acrecentaba, y veía al cielo tornarse de un color anaranjado ubicando al gran sol en el centro, sabía que era hora de ponerse en marcha. Siempre funcionaba igual, pero aquella primavera los días parecían comenzar con un tinte más dulce. Amanecía más temprano, y eso le daba la sensación tranquilizadora de que sus noches de desasosiego se hacían más cortas, confundía esa percepción con la realidad de que ahora tenía más cosas en qué pensar, por lo que no daba tiempo a su cabeza testaruda de torturarse con lamentos. Cuando se perdía en la contradicción de su amor y su odio, su rabia y su anhelo, una alarma dentro de ella sonaba, y sin notarlo se ponía de pie y abría cortinas, ventanas, limpiaba los restos de cenizas y preparaba su café. Aquel lugar que acostumbraba ser sombrío y poseía un aire de melancolía abrasadora iba tomando otro color, y se adecuaba como un camaleón al humor de su dueña.

El peso del reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora