VI

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La vida ha socavado mis ganas de fuego. Se ha apoderado de mi deseo. Me quitó mi voluntad y mi placer, mi gozo y mi ternura. Y tengo ahora este vacío en el pecho, este agujero profundo y esta necesidad de saber el por qué. Y esta disputa que se gesta adentro mío y sigo sin entender.

Te escribo después de tantos días porque no he sabido qué contestarte, pero pienso en vos la mayor parte del tiempo, abuela. Hago intentos vagos por redescubrir la juventud y la pasión que llevaba adentro mío pero me pierdo, todo el tiempo y otra vez, me pierdo. Alguna vez existieron cosas que tendían a enloquecerme, podía sentir ese fuego ardiéndome en los ojos, en las manos, en el cuerpo. Y hoy siento mi alma envejecida, desgastada y corrompida por un ente extraño que convive conmigo, que me obstruye y me ahoga. Y me mata, abuela, ya no sentir lo que sentía. Y lo que me mata más todavía es esta vil convicción de que nunca volverá a ocurrirme. Puedo asegurarte que ni el más horrendo dolor será algún día tan terrible como no sentir nada en absoluto. Porque nada deja de ser nada y se convierte en todo, en uno entero, en uno muerto que ya no vive y sólo respira. Y yo no quiero vivir esta vida si mi único destino es sólo respirar.”

 

Eso decía en la carta que Catarina dejó en el correo minutos antes de ir a trabajar. Su soledad le había permitido, una vez más, hablar consigo misma y exhibir sus verdaderos miedos. No había entendido qué le ocurría hasta que se abandonó a la hoja en blanco y a la pluma, y a la sinceridad inexorable que le surgía del interior cuando imaginaba una confesión a su abuela. Nada le daba más satisfacción que descargar su pena en ella, soltarla y esperar a la respuesta, aunque muchas veces esa espera le carcomiera los nervios.

Cuando llegó al trabajo se apresuró a llegar a su cubículo y enfocar toda su concentración en hojas y la pantalla de la computadora, para evadir miradas y posibles preguntas de los compañeros que habían ido con ella al antro la otra noche, cuando conoció al extraño con mirada de ruego. Al urgar entre sus tareas y los archivos de su escritorio se percató de que su disconformidad para con sus labores y su vida en general acrecentaba cada vez más. Los pedidos y las órdenes, los teléfonos sonando a cada minuto y las constantes voces molestas, las caras de fastidio, el ambiente oscuro y el tufo, se convertían en factores desagradables para todos sus sentidos. Lo más placentero de sus jornadas eran las cuadras que caminaba, porque aunque le dolieran los pies y tuviera que atravesar una marea de rostros extraños, el viento fresco le pegaba en el rostro y por algunos segundos podía sentir el aroma a libertad, que se evaporaba en un abrir y cerrar de ojos y volvía a ser el mismo olor a suciedad, humedad y moho que era la mayor parte del tiempo. Ver el color rosáceo del cielo invernal por la tarde, con mínimos rayos de sol escondiéndose entre edificios de dimensiones monstruosas, era un detalle que le provocaba placer. No había conocido más que el cielo de ciudad, que parecía ser, a su parecer, un agregado, un adorno bonito para un cuadro muchas veces agotador. Habiendo nacido allí e ignorando la sensación relajante de los campos abiertos, soñaba despierta muchas veces con viajar a otro lugar. Deseaba descansar del cemento gris y del ruido persistente de las calles, yacer sobre la tierra, oler el pasto húmedo por la lluvia primaveral, vivir la calma de pueblo y observar la quietud de los atardeceres de verano. Se imaginaba a sí misma corriendo descalza por una pradera, vistiendo ropas sueltas y con el cabello desatado, abrazando la libertad que creía oler, rozándola con los dedos, viéndola en persona, admirando su magnitud con el corazón contento y acelerado. Otras veces, se veía cabalgando un caballo de crines largas y blancas, oyendo el sonido de su respiración, y de los cascos chocando contra el suelo y levantando tierra, sintiendo la fuerza de los músculos del animal, y esa adrenalina que buscaba pero al mismo tiempo no conseguía permitirse. Tenía la fantasía de que algún día, después de mucho o poco tiempo, cumpliría ese anhelo y sería feliz por fin, con los pies desnudos sobre la tierra mojada.

El peso del reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora