VII

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Para quienes me lean:

modifiqué el nombre de Sabina, su nombre provisorio será Mía y ya veré si le queda ése o no. Me parecía que tenía que hacer esta aclaración porque en caso contrario probablemente generaría alguna confusión. Eso es todo y espero que guste este capítulo.

El reloj en su muñeca marcó las seis de la tarde y supo que estaba demorada. Detestaba hacer cola en supermercados, tiendas o sitios en los que había algo requiriendo su inmediata atención. La mala costumbre de cumplir con sus tareas a última hora y su poco sentido del tiempo no le ayudaban en casos de apuros, pero en ésa oportunidad se había propuesto ir más temprano. Aún así, tuvo que esperar cuarenta largos minutos, hasta que por fin fue atendida y pudo retirar la correspondencia que su abuela había enviado. Salió apresurada y corrió una cuadra con el sobre grande bajo el brazo en busca de taxis desocupados.

Era Sábado y había un viento fresco de primavera que iluminaba a los rostros deambulantes. El tráfico estaba pesado, porque todos querían sacar provecho de un día de buen clima para ir a los parques, al cine a ver los últimos estrenos, o hacer las compras del mes. Cruzaron unos pocos taxis libres que fueron tomados por madres desesperadas para llegar a destino, subiendo a sus niños a los forcejeos y tirándolos de las camperas, gritando incoherencias e indicando direcciones ubicadas en la otra punta de la ciudad. Cuando finalmente se detuvo otro taxi frente a sus pies, Catarina no dudó y se subió velozmente, con su sobre, sus nervios y su alivio. Viajó con la cabeza apoyada en la ventanilla, manteniendo una charla trivial con el conductor, un hombre delgado de barba canosa que se quejaba de los inmigrantes y olía a anciano. Del otro lado del vidrio las personas continuaban corriendo, hablando solas, atravesando las calles anchas bajo el cielo de la tarde. Algunos aventurados tomaban sus bicicletas y se lanzaban al océano caótico de autos, colectivos y camiones.

Apareció veinte minutos tarde traspasando la entrada y pisando el césped con sus zapatillas desgastadas, mirando a su alrededor en busca del primer jacarandá, siguiendo las indicaciones que le habían sido dadas. No vio a quien esperaba encontrar y pensó que quizás se había marchado, cansado de esperarla.

Dio algunos pasos observando el panorama, pero no hubo más que caras desconocidas. Decepcionada y reprochándose una vez más su impuntualidad, decidió irse por donde había llegado, cuando a lo lejos distinguió una silueta que le era familiar y un libro abierto de par en par. Caminó indecisa al principio, pero cuando pudo verlo más de cerca ya no tuvo dudas.

—Lamento la tardanza, tuve que ir al correo. sonrió.

Octavio alzó los ojos y se alegró de verla, aunque habiendo estado inmerso en su libro no pudo notar el tiempo transcurrido. Le pidió que no se sentara, y comenzaron a caminar. Era la primera vez que se encontraban durante un fin de semana, rompiendo con la rutina de los bares, los teatros y los paseos en los viernes agotadores después de una larga jornada de trabajo. Octavio trabajaba en la fotografía artística, había finalizado su carrera universitaria con el título de Dirección técnica en fotografía y era dueño de un taller en el que daba clases, junto a otros compañeros, a novatos y principiantes. Conocía el cansancio del trabajo arduo y, por algún motivo, comenzó a sentirse culpable de robar horas de descanso a Catarina. Escondió con esa excusa la certeza de que quería compartir con ella la luz del día y, quizás, empezaron a aparecer en él atisbos de unas misteriosas ansias de verla con más continuidad. Sentía unas implacables ganas de saber más de ella y cada dato, cada detalle y cada pequeña simplicidad incrementaba su curiosidad y le provocaba encontrarla un poco más cautivante. Algo en sus modos y sus evasiones alimentaba la intuición de que tenía secretos que le pesaban, y por ello se dispuso a comportarse de manera respetuosa y no dejar en total evidencia su afán por comprenderla, convenciéndose de que lo suyo era puro atractivo intelectual, y forzándose a olvidar o dejar de lado la peculiar sensación que le recorrió la espina cuando la vio bailando en el club. Para su tranquilidad ninguno de los dos volvió a mencionar el tema. Él no pudo evitar sentirse halagado y conmovido por la emoción de niña que demostraba ella cuando le contaba sus historias, y se percató de que no había tenido tal afinidad con ninguna mujer de su vida, ni siquiera con aquellas que lo hacían suspirar entre las sábanas y que en muchas ocasiones le quitaron el sueño. Aunque buscó evadir esos pensamientos tratando de persuadirse a sí mismo de que, tal vez, lo que le gustaba era estar con alguien que lo escuchara, entendió que la verdadera empatía surgía de la conexión de las mentes y no sólo de los sexos. Se vio a sí mismo realizando cuestionamientos y replanteándose la existencia entera, y se propuso sin conseguirlo detener sus miles de ideas por miedo a pecar de fabulador.

El peso del reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora