Había una agradable fragancia de naranja que a Catarina le gustaba sentir cuando despertaba los domingos por la mañana, cuando Ingrid retiraba las cortinas y le permitía la entrada a los resplandecientes y cálidos rayos del sol. Podía escuchar los cantos desafinados de Aurelia, que no se esforzaba en la entonación y solo chillaba contenta melodías que después la familia repetía durante todo el día, porque de tanto oírlas se les pegaban en los oídos y retumbaban como ecos. Desayunaban tranquilos y comentaban sus sueños más insólitos, a la par que conversaban sobre las noticias que eran transmitidas por la radio. Tenían un momento de silencio que solía darse a las tres de la tarde. Cada uno se refugiaba en su mundo personal y ponía toda su concentración en una sola actividad que realizaba sólo por placer. Ingrid tejía, algunas veces, y alcanzó a hacer a sus hijas varias bufandas y pulóveres para los inviernos fríos. Aurelia tenía su estéreo y permanecía pegada a él, mientras dibujaba rostros extraños pero que creía conocer, y pintaba con lápices o acuarelas. Y Catarina compartía lecturas con su padre, opinaban acerca de sus propias interpretaciones y significados, serios y enfocados. Él se sorprendía de la madurez de su hija menor, y le asustaba al mismo tiempo. Sabía que si ella era capaz de comprender y analizar todas aquellas teorías e historias, podría además entender cualquier suceso que ocurriera, hasta el más tremendo. Aunque aquello era, además, un consuelo, lo que más lo atemorizaba era que de algún modo percibía que su niña cargaría en sus hombros muchas culpas, suyas y ajenas, porque se haría cargo de los demás más que de sí misma. Tomaría las penas y las responsabilidades de los otros y las haría suyas, buscando encontrar una solución al problema que esos otros no pudieron resolver, o del que huyeron, como más tarde lo haría él.
La escuchaba atentamente expresar sus ideas, manifestar sus dudas, contestar la misma pregunta que había hecho hacía un minuto, mientras miraba al techo, o al gato, o a él, y gesticulaba con sus pequeñas manos de dedos flacos y uñas comidas. Con su cabello desordenado, su pequeño pijama, y su pasión y sus ganas por aprenderlo todo. Eran esos instantes especiales los que Catarina guardaría en lo más profundo e inalcanzable de su memoria, para luego revivirlos en sueños y anhelos inconscientes.
Su nombre era Salvador. Había conocido a Ingrid durante una primavera hacía ya muchos años atrás, en una obra de teatro a la que habían sido invitados los dos por amigos en común. Hubo química desde el primer instante, y se contaron múltiples historias sobre su pasado que ambos gustaban de oír mientras bebían copas de champagne o disfrutaban de una deliciosa cena en algún restaurante al que él la había llevado como parte de su plan de seducción. Al pasar los meses ya no fueron necesarias las flores ni los poemas, el champagne o los restaurantes caros; fueron adentrándose en un terreno más profundo e investigando el uno sobre el otro, dejándose ser y liberándose sin prejuicios. Salvador tenía ideas y deseos de cambiar al mundo con las palabras, leía incansablemente, idolatraba a Kundera y opinaba que Charles Bukowski era un genio incomprendido como tantos otros, y no un desviado indecoroso como las críticas manifestaban. Le contaba a Ingrid de sus planes, de su sed de revolución, del gobierno y del desorden, de la notoria involución de la humanidad, y ella escuchaba encantada, seguía sus ademanes apurados con algo de desconcierto. Había oído hablar de los autores que él nombraba algunas veces, y aunque nunca había tenido la oportunidad de entrar de lleno en sus escritos o de exteriorizar críticas y cuestionamientos sociales, probablemente porque estaba acostumbrada a hacer lo que sus deberes o mandatos señalaban, sabía de otras muchas cosas. Ingrid tenía un espíritu inquieto que ansiaba por liberarse de sus exigencias, y en ese entonces había comenzado a gestarse en ella una ambición poderosa; estaba convencida de que algún día podría convertirse en una destacada actriz, que sería alabada en los diarios y que directores se disputarían por su participación en películas u obras de teatro. Asistía a clases y frecuentaba audiciones, en su mayoría, para roles pequeños, de los cuales pocos les eran finalmente otorgados. Sin embargo, esto no conseguía desanimarla, sino en cambio la impulsaba a mejorar sus habilidades y pulir sus aptitudes dramáticas y teatrales. Soñaba con el reconocimiento, el respeto y los solemnes aplausos. Se había imaginado a sí misma sobre el escenario muchas veces, iluminada por los reflectores, sonriente, con un ramo de rosas en sus brazos y gente poniéndose de pie para despedirla y felicitarla por su excepcional trabajo. Se dormía con esas fantasías y el sabor agridulce, porque aunque ponía todo su empeño en alcanzar su objetivo, sabía que el camino era pedrentoso y que existía, aunque fuera la más mínima posbilidad, de que aquel sueño se viera violentamente truncado.
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El peso del reflejo
General FictionDesde muy pequeña Catarina aprendió a resignarse a una vida de soledad y valerse por sus propios medios se convirtió en su única opción. Durante el transcurso de los años se escondió en las sombras de la conformidad y llevó consigo la carga de una p...