Capítulo 4

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-¿Que cuántos años tiene? Oh, podría tener cien, porque actúa como un an-cia-no -Pat resaltaba la palabra separándola en sílabas, casi al tiempo que mordía su muffin. En las semanas que llevaba trabajando en el diario habíamos logrado hacernos buenas amigas, y me divertía mucho pasar por su escritorio y escuchar sus últimos chimentos. Abriendo apenas la boca, me guiñó un ojo -Veo que estás bastante interesada en él -agregó sonriendo.

-Oh, ¡por Dios! -simulé una cachetada en el aire frente a sus narices- Es mi jefe, ¿no es cierto? Debería interesarme y saber de él.

-Exacto. Es tu jefe -extendió su dedo índice hacia mí, acusadoramente. Me sonrojé por completo y apuré mi taza de café.

-Puedes estar tranquila, no es mi tipo para nada.

-Es atractivo. Es muy atractivo. Eso es una realidad. Apenas llegó a este área comenzó a romper corazones. Las chicas lo amaron instantáneamente. Hasta que abrió la boca, claro está. Y ya nadie le prestó más atención. Es agradable verlo pasar todos los días, sin embargo. Tiene un buen cuerpo... -Pat suspiró.

-Es muy atractivo, pero no es mi tipo. Y, aunque lo fuera, coincido en que su mal humor le resta cientos de puntos en la escala de valores.

-¿Y cuál es tu tipo? ¿Tim acaso? -Pat se tapó la boca mientras se reía, esforzándose para que no se le escaparan las migajas del muffin que masticaba.

-Tim es muy simpático -apoyé los brazos en el mostrador de recepción, acercándome para hablarle- Me invitó a tomar algo luego de aquí -le susurré- Pero me aclaró que es algo que hacen todos los meses en su sector.

-Si, si... los chicos de deportes y sus cervezas de fin de mes -Pat revoleó los ojos, sacudiéndose las migajas que habían caído en su regazo- De todos modos... tu no estás en su sector, peeeeero... te invitó a tomar algo -me guiñó un ojo.

-De todos modos... debo irme a mi escritorio. Mi descanso terminó -caminé segura hacia las puertas de vidrio, sacudiendo la cabeza.

-¡Tiene treinta y cinco! -gritó Pat desde su asiento. Me di vuelta y le soplé un beso.

...

Los momentos ásperos con Edward sucedían a diario, y ya no eran una novedad, ni un motivo para sentirme mal. Siempre estaba ofuscado, preocupado, apurado por algo. Caminaba dando grandes y largos pasos, y nunca miraba a su alrededor. Rara vez se detenía a hablar con alguien, y eran contadas las ocasiones que lo veíamos salir de su oficina. Se comunicaba conmigo por mail, escuetamente, y no me molestaba, porque yo había comprendido rápidamente cómo era mi trabajo y cómo hacerlo correctamente. Cuando algo no salía cómo quería o si me retrasaba en la entrega de algún trabajo, hacía sonar mi teléfono y me hablaba brevemente, con un tono profundo y serio. Yo ya no me ponía nerviosa ni me sentía intimidada por él en lo más mínimo, simplente me limitaba a hacer lo que me indicaba lo más perfectamente que podía, y si la perfección no era suficiente para él, era su problema.

Generalmente éramos los últimos en irnos, y me esperaba en la puerta de mi cubículo, sin hablar, hasta que yo apagaba mi computadora y entonces me acompañaba hasta la salida, como hiciera aquel primer día. Compartíamos el viaje en el ascensor, intercambiábamos algunas palabras, y nos separábamos en la entrada del enorme edificio.

Y aunque me había acostumbrado a su destrato, me fastidiaba su actitud. Me había rendido en tratar de sonsacarle conversación o entablar cualquier tipo de amistad. Evidentemente era un hombre de pocas palabras, y en los días en que estaba de buen humor apenas me preguntaba por mi día o me comentaba algo sobre alguna anécdota de los fotógrafos.

Te odiaré quizás mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora