Año 1519, mediados de febrero.
¡Buenos días, aventura! Pedro de Alcázar susurró a la brisa marina mientras arriaban velas. Era una soleada mañana del mes de febrero y por fin a sus 20 años iba a conocer el mundo y, por qué no, hacerse con una pequeña fortuna.
Como otros tantos hombres, casi 508 para ser exactos, Pedro de Alcázar formaba parte de la empresa que Cortés había financiado con su propio dinero para ir en busca de títulos, de honor y de El Dorado.
Esta expedición la totalizaban 12 buques, 10 cañones de bronce, 4 falconetes y pólvora, casi suficiente. 13 de sus hombres eran mosqueteros equipados con buenos arbuces. Además, se había hecho con los servicios de más 30 Ballesteros. 16 caballos era toda la fuerza animal de la que disponía este pequeño grupo de caza fortunas y aventureros españoles... Y a mí, Pedro de Alcázar, se me había concedido la distinción de alimentar a todas las bestias de la expedición, caballos incluidos.
En los días que siguieron, rodeamos la costa sur de Cuba para aprovisionarnos de más armas y otros diversos enseres. Zarpamos desde Santiago de Cuba el 18 de febrero del año de nuestro señor 1519. Aquellas semanas las pasamos sin más compañía que el crujir de las maderas del barco y el sonido del fuerte viento que, aparte de hinchar las velas del buque, también inflaba y dirigía nuestros sueños de gloria.
Por fin divisamos tierra, precisamente, en el instante en que la noche bostezaba y el pálido Sol de la mañana desayunaba con los primeros olores del día. Ante nuestros ojos, una inmensidad de colores asomaron como surgidos de un cuento. Jamás había visto tal diversidad de aves y plantas, incluso la arena de aquella playa, parecía que hubiera sido tamizada por una mano sobrenatural. Hernán Cortés mando que se engalanará toda la tripulación y, ante los atónitos ojos de aquellos nativos, los españoles hicimos ostentación de todo nuestro poder y orgullo. El miedo de aquella gente, semidesnuda, era palpable, observaban a nuestros caballos con horror y espantados, corriendo a refugiarse tierra adentro.
Más tarde, supe que creían que caballo y jinete eran un solo ser; y que nuestros navíos eran montañas flotantes. Estaban convencidos de nuestra divinidad, que éramos la encarnación de Quetzalcóatl, una deidad de mucho poder; la serpiente emplumada de las leyendas mexicanas adorada en todo el imperio azteca. Los mayas la conocen como Kukulcán. En ambos casos, es el Dios del Saber, que combina las fuerzas de la tierra y del cielo. Su consorte es Tonantzin, diosa de la tierra. Cuenta la profecía que Quetzalcóatl volverá al reino de los hombres en año azteca que coincide con el 1520 de nuestro calendario romano.
No, no éramos deidades, solo un grupo de insensatos guerreros ávidos de oro y aventuras. Y yo, Pedro de Alcázar, empezaba a ser consciente de las atrocidades que haríamos para conseguir lo que buscábamos. Torturaríamos, mataríamos, esclavizaríamos, todo por su tierra y bajo la insuficiente excusa de cristianizar a alguien que no lo necesitaba. Era la orgia del poder, el banquete de los cristianos, era... La conquista.