Azaak, a sus 19 años, no alcanzaba a comprender que, más allá de donde nace y muere el sol, existiera una raza tan poderosa como misteriosa. En la aldea corría el rumor de que hombres con la piel blanca como la harina y con vello por toda la cara, habían venido flotando en montañas y estaban cerca de su poblado, mostrando ropajes imposibles y blandiendo cuchillos que escupían fuego y muerte.
Para ser la menor de cinco hermanos, Azaak ya poseía una inmensa sabiduría y una gran responsabilidad. Desde pequeñita había desarrollado la capacidad de hablar con los árboles y de leer los mensajes que las nubes le mandaban. Se sentía en perfecta comunión con la naturaleza, a la que llamaba hermana.
Aquella mañana, su corazón le había avisado que un peligro desconocido moraba entre los suyos. Más tarde, tuvo noticias de que aquellos seres de dos cabezas y con patas de bestia, y de la intención de estos de hacer prisioneros a toda hembra sana que estuviera en edad de procrear.
Y fue en ese instante, cuando la vi, en el que supe que no había conocido la belleza en su totalidad, hasta que sus ojos me taladraran con una dulce e inquisitiva mirada. Me encontraba frente a ella y, a mi lado, Jerónimo de Aguilar, naufrago español que arribó a la Costa Maya ocho años antes de la llegada de Cortés y que, además, hablaba la lengua de los nativos con cierta soltura y solvencia..
Junto a Aguilar y a mí, arremolinadas en torno a esa bella indígena, se encontraban las ancianas emitiendo chillidos desgarradores y sollozando desconsoladamente. Poco a poco, me fui abriendo paso ante aquella multitud y pude ver cual era el motivo de tanto dolor y desconsuelo. Tumbada en un pequeño lecho de hojas verdes, yacía una criatura de no más de cuatro años. Sus pequeños ojos me miraron como intentando hablar, su piel morena y su largo cabello estaban empapados de sudor y su respiración había perdido toda cadencia natural. Con un movimiento rápido, pero delicado, Azaak levantó su cabeza y apaciguó un tanto su agonía, dándole a beber agua de su propia mano.
– Diles mi nombre, y que si en algo puedo servir, muy gustoso habré de hacerlo. Y diles también, Aguilar, que no teman, que nada malo esperen de mí. –comenté con humildad.
Jerónimo de Aguilar intercambió unas palabras con Azaak. Tras una breve pausa, que a mí me pareció una eternidad. Aguilar se incorporó y me dijo: Se está muriendo, Pedro, tiene una grave dolencia, pero sus corazones no lloran por su marcha, sino porque nos han ordenado detenerles y la niña se quedará sin su canción del Alma.
– ¿A qué te refieres? –pregunté.
– Ellos creen que debemos estar preparados para el último viaje, al igual que debemos estar preparados para la vida, y si no permitimos que estas gentes hagan su rito, el alma de esta niña vagará por las Tierras Tristes.
– ¿Y cual es el rito? –volvía a inquirir
– Es una canción... La Canción del Alma.
– Diles que la canten. Les dejaremos el tiempo que haga falta.
