En la noche del 30 de junio de 1520, y tras haber cohabitado con los aztecas en Tenochtitlan, aprovechando la creencia de estos de nuestra procedencia divina, Hernán Cortés ordenó que abandonáramos la capital, ya que la paciencia de los aztecas y el apoyo del pueblo a Moctezuma, había llegado a su fin. Las órdenes eran claras, debíamos transportar todo el oro y los tesoros que pudiéramos y en alianza con la oscuridad que nos proporcionaría la noche, huiríamos con la misma clandestinidad que un ladrón tiene al abandonar la escena del crimen. Yo mismo me vi empujado a la rapiña y la ambición. Todos éramos presa de una mezcla de miedo y extraña borrachera de poder. Había quienes, incluso, dejaban sus armas y cascos, para así poder trasladar más botín.
Y como las patas del mentiroso y del ladrón son muy cortas, no pudimos ir muy lejos. Debido al poco sigilo que mantuvimos, los aztecas dieron la voz de alarma y al ver que cobardemente huíamos con su riquezas, nos atacaron con la fuerza que da el defender tu raza y tu tierra. Los caballos se hundían en el agua, fruto de tanto sobrepeso y muchos de mis compañeros perecería ahogados por el mismo motivo. Fue una matanza. Cortés resultó herido, y las bajas fueron cuantiosas. Yo sufrí una herida de la cual nunca podré curarme, y fue la herida que recibió mi alma al ver en que me había convertido: ladrón y asesino cobarde. Azaak, también, había conseguido escapar con vida, pero muy a su pesar, pues seguía esclava de nosotros y creo que también de mi corazón entre ella y yo había surgido algo más fuerte que el odio o la ambición, ¡el amor!
Me armé de valor y aprovechamiento que Cortés tomaba aliento al pie de un árbol, me decidía a hacerle saber mi punto de vista sobre aquella, tan poco honrosa, forma de proceder. Mi sorpresa fue descubrir a Hernán Cortés llorando ante ese árbol, fue una noche de tristeza...