3- El Reloj de los Sueños

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Hasta el día de hoy sigo preguntándome cómo aparecí allí. Simplemente lo hice. De un segundo a otro me encontré parado en el centro de una habitación oscura y fría, rodeado de gente llorando. Todos lamentando en silencio.

Desconcertado por la situación, volteé la cabeza y cerca de un ataúd marrón oscuro reconocí a mis padres. Estaban abrazados y lloraban sin consuelo. Entonces caí en la cuenta de que estaba presenciando mi propio velorio. Así de fácil. Había muerto como tanto lo había deseado antes de subirme a la moto para recorrer la ciudad por última vez.

No pude llorar. Tampoco pude intentarlo. Era como si no tuviera sentimientos, incapaz de experimentar emoción alguna... Estaba vacío, completamente perdido en la nada, clavado al piso por medio de una espesa nube de humo gris que se extendía desde los tobillos hacia abajo y que por ende me impedía avanzar.

Inspeccioné el salón con la mirada para ver quiénes habían ido. La mayoría eran familiares y amigos, pero también se colaban ciertas personas que por alguna razón, el destino me las había cruzado. No obstante, algo en especial llamó poderosamente mi atención: Emiliano no se encontraba presente. No estaba por ningún lado.

Por una fracción de segundo - o eso me pareció - me pregunté si se había enterado. Sin embargo, inmediatamente taché esa absurda pregunta de mi mente, ya que era sencillamente imposible que Emiliano no supiera lo de mi accidente. A lo mejor había decidido no hacerle caso a nadie y encerrarse en una especie de burbuja procurando creer que yo aún estaba con vida... ¡Sí! Eso era lo que había pasado.

Repentinamente, y ahuyentando todos mis pensamientos, una persona conocida se me apareció enfrente. Surgió de la nada. Era un hombre de edad adulta, bajito y algo canoso. Sé que al inicio de este relato dije que no iba a agregar ningún dato físico de las personas y pido disculpas. Esta es una excepción:

—Abuelo—susurré entre dientes. Al parecer, podía hablar.

—Nahuel—respondió él,  murmurando.

Mi abuelo Eduardo había fallecido hacía cinco años, un par de días después de mi cumpleaños número trece.  Fue un acontecimiento extraño, ya que nos agarró a todos de imprevisto. Decayó de un día para otro, sin motivo ni razón alguna.  Los médicos no encontraron el diagnóstico correcto a tiempo y una calurosa tarde de febrero el "Tata Edu" dejó de existir... físicamente, claro está.

Estar frente a él era chocante. Casi no recordaba su voz  y el paso del tiempo había provocado que olvidara ciertos rasgos de su rostro.

Traer al presente el encuentro con mi abuelo rompe mi sensibilidad y por eso juro que en este momento estoy derramando lágrimas sobre éste viejo cuaderno usado que encontré por algún lugar de mi cuarto. Lo que más me lastima es la impotencia. Me duele no haber sido capaz, en ese entonces, de abrazarlo y llorar su regreso, de confesarle cuánto lo amaba, cuánto lo extrañaba.

Apenas terminó de pronunciar mi nombre, mi abuelo hizo un raro ademán con la mano y enseguida me vi liberado de aquella sospechosa nube que sostenía mis pies amarrados al piso. Lo primero que atiné a hacer fue ir a abrazarlo, pero una ráfaga de aire caliente y viscoso me impidió hacerlo.

—Hay reglas que tienes que respetar—exclamó al ver mi reacción—.  En el mundo de los muertos nada es tan fácil como parece. Sabes dónde estámos, ¿no es así?

—Sí—respondí. Habíamos empezado a caminar entre la gente y de a poco nos acercábamos al ataúd.

—Fuiste muy afortunado—continuó mi abuelo. Su voz sonó áspera—. Esto no le pasa a cualquiera.

—¿No?

—Claro, querido. Él te dio la posibilidad de regresar al mundo de los vivos una vez más. ¿Entiendes lo que eso significa?

EL RELOJ DE LOS SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora