1- Del otro lado de la puerta

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Decidí agarrar este viejo cuaderno destartalado que encontré en un rincón de mi habitación para contarles una historia. Esta historia no habla de princesas y dragones,  ni de magos, brujas o vampiros voladores. Lo que contaré a continuación supera los límites de la imaginación: trata sobre un momento específico de mi vida. Una magnifica travesía que me ayudó a convertirme en una buena persona. Por esta razón intentaré acordarme de cada detalle, incluso del más mínimo. No quiero que nada se me escape de las manos, así  que espero que mi corazón y mi mente no me fallen.

Mi nombre es Nahuel y tengo veinte años. No interesa si soy alto o bajo, gordo o flaco, rubio o morocho. No me parece importante agregar ninguna descripción física sobre mí, porque aunque parezca un cliché, lo importante es lo de adentro. Y cuando digo "lo de adentro", obviamente no me refiero al cerebro, los pulmones o los intestinos.  Me refiero a los sentimientos, porque son ellos los que al fin y al cabo forman quiénes somos.  Es raro que sea yo quien esté diciendo esto, sobre todo teniendo en cuenta que cuatro años atrás pensaba completamente lo contrario. A los dieciséis me preocupaba demasiado mi imagen. Cada vez que me miraba al espejo me encontraba un defecto. Cualquier cosa. Un pelo de más o un grano cerca de la nariz eran los típicos causantes de mi -casi- malhumor diario. Juro que ni yo me soportaba. En serio.

A veces no puedo evitar irme por las ramas, así que procuraré no hacerlo y enfocarme en lo verdaderamente primordial.  Todo empezó un martes tormentoso de julio,  dos años atrás. Llovía intensamente y hacía frío. Yo me encontraba en mi habitación, pegado contra la ventana y mirando hacia afuera, poco más que contando las gotas que caían incesantemente sobre el oscuro piso de la vereda de enfrente. Esperaba que milagrosamente el cielo se despejara y dejara a la vista un sol lo suficientemente cálido como para salir a disfrutar de las vacaciones de invierno con mis amigos.

Sin embargo, sabía que aunque eso sucediera no iba poder hacer nada ya que estaba castigado. El por qué se resume básicamente en una sola palabra: reprobación. ¡Y sí! Mis padres habían decidido ponerme en penitencia porque había perdido los exámenes parciales del liceo.  El problema es que odio estudiar. Soy malísimo en la escuela. No sé, es algo con lo que no puedo. Por más que esté horas frente a un libro se me hace imposible aprender algo. Afortunadamente no me rindo fácilmente, soy muy terco: hasta no entender un tema no paro. Quizás es por eso que cuando llega el momento de la prueba, resulta que solo sé menos de la mitad de la primera lección.

La lluvia seguía cayendo y yo permanecía parado ridículamente frente a la ventana, cuando mi teléfono celular sonó. Eso era una mala señal. Por un lado, porque estaba seguro de que era uno de mis amigos invitándome a hacer algo y por otro, porque evidentemente no podía salir de casa, ni siquiera de mi habitación. Respiré profundo, me deslicé lentamente hasta la mesita de luz y tomé el aparato.

¿Hacemos algo? Está lloviendo pero va a parar. Avísame.

Refunfuñé. Tenía ganas de salir a divertirme. Estaba harto de estar encerrado. Pero mis padres -que estaban trabajando- regresarían pronto y yo debía estar en casa para ese entonces.

No puedo. Estoy castigado—respondí.

Emiliano era mi mejor amigo. Siempre estaba ahí cuando lo necesitaba, en las buenas y en las malas. Éramos -y ya verán por qué no digo somos- como hermanos.

Me recosté boca arriba en mi cama. Crucé los brazos detrás de mi cabeza y cerré los párpados. Poco a poco, el sueño se fue apoderando de mí.

***

Me desperté gracias a unos estrepitosos golpes provenientes de la entrada principal. Alguien estaba llamando desde la puerta. Refregué mis ojos con ambas manos y me levanté. Me desperecé con ganas y salí a abrir. Aún sentía la cabeza pesada y estaba medio atontado.

—¿Qué haces acá? —grité confundido.

Esa fue mi reacción al ver a Emiliano del otro lado de la puerta.

—¿No te alegras de verme? —contestó él,  esbozando una sonrisa.

—No lo sé —bostecé—. Pasa.

Mi amigo se adentró al living. Se acomodó el cabello húmedo y exclamó:

—¿Y? ¿Vamos a hacer algo?

—¿No te llegó mi mensaje?—pregunté un poco extrañado.

—Sí. Pero quería pasar y asegurarme de que me lo dijeras personalmente— pausó unos segundos–. ¡Dale, Nahuel!—miró el reloj— ¡Tus padres llegan en dos horas! Damos unas vueltas y antes de las seis volvemos.

—No creo que sea buena idea, Emi. Lo mejor es que me quede. No quiero meterme en más líos.

—¡No te meterás en ningún lío! Te lo prometo.

—No...

—¡Nada más que media hora! A las cuatro y cuarenta, cinco menos diez, regresamos.  ¡Dale!

Dudé unos instantes pero finalmente acepté. En el fondo quería hacerlo.

Ojalá me hubiera aferrado al castigo. Me arrepiento tanto de no haber dicho que no. Si eso hubiera sucedido, si hubiera sido lo bastante inteligente como para haber negado la propuesta, jamás habría sufrido lo que sufrí y no habría pasado lo que pasó. Ni siquiera estaría escribiendo esto ahora mismo. Pero cada uno tiene que hacerse cargo de sus acciones. Es por eso que somos seres pensantes. Aunque, sinceramente, muchas veces dudo que haya gente que posea esta hermosa cualidad.


◘◘◘

EL RELOJ DE LOS SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora