Mal de ojo

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Claudia iba a trabajar como todos los días en el autobús. Era lunes y el tráfico hacía que se moviera con excesiva lentitud. En una de las paradas se fijó en la gente que transitaba por las calles y una mujer le llamó la atención porque la miraba desde la acera muy fijamente, como si la odiara por algo.

Inmediatamente después el autobús se puso en marcha y siguió mirando a la mujer por si no la miraba a ella, pero a medida que se movía hacia adelante, la mujer la seguía con la mirada. Se preguntó si la conocía de algo y sintió miedo ya que con ese cruce de miradas era obvio que no le estaba deseando ningún bien.

En cuanto sus miradas se separaron comenzó a sentir ganas de vomitar. Se había sentido mareada todo el camino pero después de eso no pudo aguantar más y a duras penas logró sacar una bolsa de plástico de su bolso y vomitó todo el desayuno.

Llegó a su trabajo y su malestar continuaba. Sentía que sus miembros habían perdido fuerza, como si tuviera que caminar en medio del agua. Le costaba muchísimo dar cada paso que la llevaba a la oficina. Pensó que se trataría de algún virus o que se le pasaría en cuanto comiera algo. No le dio mucha importancia a pesar de que todos sus compañeros le decían que tenía muy mala cara y que debería irse a su casa a descansar. Se negó porque sabía que si se marchaba, le quitarían el día de sueldo y estaban tan justos de dinero que no podía permitirse ese lujo. Aguantaría hasta el último minuto

Desayunó algo y no se encontró mejor. Al contrario, lo vomitó todo otra vez en menos de media hora.

- Eso es un virus - decían los compañeros. - No sé - decía ella -. Debí comer algo en el desayuno en mal estado. - Vete a casa o nos contagiarás a todos - decía otro, medio en broma. - ahí, no tendréis esa suerte - dijo ella, sonriendo -. Mañana vendréis todos a trabajar.

Con las bromas y el trabajo, Claudia pasó el día como pudo, entretenida pero sin poder comer nada. Medio mareada y sin fuerzas casi ni para moverse de la silla.

Cuando llegó la hora de irse, un compañero le dijo que no permitiría que se fuera sola a casa en ese estado. Le ofreció llevarla a casa en su coche y ella se lo agradeció de corazón.

Una vez en casa llamó al doctor y éste le hizo un chequeo completo.

- Señora, ha debido beber agua del grifo -dijo. El agua de la ciudad no era muy saludable-, o ha podido comer algún alimento en mal estado. Tómese estas pastillas, beba muchos líquidos y no coma nada hasta pasadas 24 horas. Las pastillas cada 8 horas.

Así lo hicieron y mientras no comió se sintió estupendamente aunque muy débil. Al día siguiente se atrevió con el desayuno y tomó una tostada con mantequilla y un café con leche. Le sentó bien en un principio, fue a trabajar y en el autobús volvió a vomitarlo todo y el malestar volvió a dejarla sin fuerzas durante todo el día. Esta vez el compañero la llevó al hospital en lugar de ir a su casa. Estaba tan débil que pensaron que era algún tipo de enfermedad infecciosa.

Sin embargo en el hospital no supieron qué tenía. Los médicos la tuvieron en cuarentena hasta que los resultados de los análisis de sangre determinaron que no tenía absolutamente nada extraño. Al estar allí se sintió algo mejor y la dijeron que podía irse a casa, que tomara vitaminas y no tendría por qué recaer. 

Una vez en su casa, tomándose las vitaminas, se sintió un poco mejor. Aun así todo lo que comía lo vomitaba y después de otro día entero de vómitos decidieron llevarla de nuevo al hospital. Algo tenía que tener.

Una vecina fue a verla justo cuando estaban preparándose para salir. Esta le dijo que no era la primera vez que veía algo así y le dijo que lo único que tenía era un mal de ojo. Ella y su marido le dijeron educada mente que no creían en esas supersticiones así que no podía ser eso. Haciendo caso omiso se despidieron educada mente de ella y fueron al hospital.

Una vez allí la examinaron más detenidamente, le hicieron pruebas todo el día y llegaron a la misma conclusión del día anterior. Debía tener alguna infección del sistema digestivo, le recetaron dieta líquida durante tres días y mucho reposo. 

De vuelta a casa comenzó la dieta de líquidos, bebió zumos y su estómago comenzó a rechazar incluso los zumos. Cosa que comía, cosa que vomitaba. El malestar era tan fuerte que dejó de tener fuerzas de levantarse incluso para ir al baño.

La vecina volvió a visitarla y le dijo que ella conocía la cura para su problema. Que no perdía nada en dejarse tratar ya que solo tenía que pasárle "el huevo". 

- No necesito tus recetas de supercherías - se quejaba el marido -. Vete, mujer, no nos ayudas y mi mujer está muy débil. - No pierdes nada. Déjame intentarlo, ni siquiera la tocaré así que no corre ningún peligro. Si no funciona aceptaré irme y no os molestaré más… pero si funciona quiero una tarta de manzana, de esas tan ricas que hace tu mujer. ¿Qué me dices?

Ese descaro le hizo reír y aceptó finalmente.

- Y como no funcione te echaré de casa a patadas - bromeó él. - Va a funcionar, no es el primer mal de ojo que trato - dijo la otra, muy segura de si misma. - Está bien, ¿qué necesitas? - ¿Tienes un huevo? Un huevo fresco, corriente. - Claro, espera.

El hombre bajó a la cocina, a la nevera y cogió un huevo. Subió corriendo a la habitación y se lo entregó a la mujer. Esta comenzó a pasarlo cerca del cuerpo dormido de Claudia y murmuraba algunas extrañas plegarias. Pasó el huevo desde la cabeza hasta los pies, por los brazos, el cuerpo y por los lados. Finalmente cogió un plato y lo rompió en él.

El contenido dejó al marido boquiabierto. Parecía que dentro del huevo había petróleo, era un líquido que 

olía a podrido y tan negro como el alquitrán.

- Ya está, tu mujer está curada - dijo.

Claudia la escuchó y abrió los ojos. 

- ¿Qué ha pasado? - preguntó. - Acaba de pasarte el huevo - se mofó el marido -. ¿Cómo estás amor? - Me encuentro… bien. ¿Qué habéis hecho? Siento como si... me hubieran quitado una tonelada de encima.

La vecina sonrió satisfecha.

- Me debéis una tarta de manzana de las tuyas.  - ¿Qué es eso del huevo? - El huevo, un huevo de gallina normal - explicó la mujer -. Son células perfectas, tienen el poder de absorber todas las influencias negativas. "Lo malo" siempre busca "el bien" más perfecto posible. Por eso el huevo absorbe y libera del mal de ojo.

- No puedo creer que fuera eso en serio - dijo Claudia-, siempre pensé que esas cosas solo le afectan a los que creen en ellas.

Claudia estaba tan bien que pudo levantarse sin problemas. Estaba completamente sana. Comió algo con miedo a vomitarlo después, eligió un yogourt, y después de un rato, al ver que le sentaba bien, comió con la familia sin problemas. Por la tarde la vecina regresó a su casa a ver cómo estaba.

- Es increíble, estoy curada. - Ya ves, hija. No eres la primera que curo, ni seguramente la última. Lo peor es admitir que lo tienes porque ya has visto que solución tan fácil tiene. - Gracias, te haré una tarta… Pero, ¿quién podría querer echarme mal de ojo? ¿Por qué? - Hay una forma de protegerte en el futuro. Solo tienes que poner algo rojo en las ventanas de tu casa y el mal de ojo no entrará ni para ti, ni para tu familia. - Pues no creía en estas cosas, pero voy a hacerte caso.

Colocó lazos rojos en todas las puertas y ventanas por dentro de la casa. Nunca supieron por qué esa mujer le echó un mal de ojo y nunca volvió a encontrarse con ella. Pero lo cierto es que nadie más en la familia volvió a sufrirlo.

Leyendas Urbanas 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora