Érase una mañana fresca de un diez de enero, el reloj marcaba las nueve y media. Dentro de aquella clase, el silencio era algo inexistente, cada segundo se veía envuelto en un sinfín de sonidos al compás de la voz de los niños. El tic-tac del reloj, un golpeteo unánime en el suelo por pequeños pies, el grafito de los lápices coloreando, el sorbo de una taza de café, y claro, conversaciones aquí y allá, llenas de emoción. Pláticas sobre el programa de superhéroes que se emitía en la tarde, el difícil manejo del cabello enredado de una muñeca, la velocidad de un carro de juguetes, y lo larga que había estado la tarea de español.
A pesar de estar en verano, la habitación era fría tal congelador. La única luz que la iluminaba, se filtraba a través de una ventana de barrotes en la parte próxima al techo. El aire era húmedo, y de abrir la boca, se sentiría el moho en la punta de la lengua. Un goteo constante de alguna tubería rota, proveía aquel lugar de un olor pútrido, y causaba ruido incesante capaz de romper la cordura de cualquier mente sana. Aquellas condiciones precoces producían un lugar perfecto, para pestes de todo tipo. El sonido seco de las patas de un cuadrúpedo moviéndose de un lado de la habitación al otro, era lo único que rivalizaba al sonido del agua, y callaba el susurro de las antenas de las cucarachas moviéndose.
De pronto, sin previo aviso, la puerta se abrió. En ese momento, todo movimiento se detuvo, expectante. Como si esperasen que un ser misterioso, y de otro mundo entrase por aquella puerta. Sin embargo, al ver aparecer la figura alta de la directora, todos los niños la saludaron cordialmente. Incluso el maestro que había permanecido sentado un buen rato, se había levantado para poder saludarle. Pero la sensación de misterio aún continuaba vigente sobre todos los niños. La directora y el maestro entonces empezaron a explicarles a todos un pequeño proyecto. Algo sobre un avance y una nueva forma de aprender. Los niños los escuchaban atentos, pero la verdad es que incluso los más adelantados tenían dificultades para comprender lo que decían. Lo que se les dificultaba más, era evitar mirar a la puerta, pues lo realmente sorprendente seguía aún detrás de ella.
Un ruido estrepitoso lleno la habitación y el corredor que conectaba con ella. El sonido de la madera golpeando el concreto, se había tragado todo. El goteo, los roedores, e incluso las pequeñas cucarachas yacían petrificadas, esperando atentas lo que se adentraría en aquella profunda oscuridad. Una figura alta paso por el marco de la puerta. Con un movimiento mecánico, llevo su mano a la pared y apretó el interruptor. Enseguida, una luz lleno cada rincón de aquella habitación. Los animales que habían permanecido inmóviles hasta aquel momento, corrieron deprisa a esconderse o a escapar de aquel lugar. ¿Y quién los podría culpar después de ver el rostro de aquel individuo?
Un bigote adornaba el rostro del aquel extraño ser. Llevaba unas gafas gruesas y redondas, donde si la luz pegaba bien, los niños podían verse reflejados. A pesar de que sus labios fuesen finos, dibujaban una pequeña sonrisa. Su cabello, blanco y rizado, se elevaba a montones. Los niños encontraban su aspecto gracioso, pero parecía tan extraño, como salido de una película de ciencia ficción, que evitaban reír. Pero fue lo que entro después de él, lo que más llamaba la atención de todos. Una gran caja de cristal, que contenía un sinnúmero de cilindros brillantes de todos los colores entro en la habitación. De todos los tamaños, altos y bajos, gordos y delgados llenaban la caja. Brillaban en un patrón impredecible, que los hacía variar de todo los colores que los niños pudiesen imaginar, como si fuese un muy extraño árbol de navidad.
El hombre se sentó en la silla. Pero no fue algo formal ni delicado. Abruptamente cayó sobre ella, como si desease provocar aquel sonido para cortar agresivamente el silencio que yacía sobre el lugar. Lentamente cruzó sus piernas, impaciente, pero cuidadoso, sin querer equivocarse. No dejaba de darle vuelta al martillo que sostenía en su mano derecha. Segundo tras otro este giraba, como un entrenamiento, una distracción que le permitía pensar. Absolverse en su mente, lejos de donde estaba, para idear lo que haría a continuación. En cierto momento se detuvo, colocando el martillo en su regazo, cerró sus ojos y llevo sus manos a su cabello. Lo aplacó hacía atrás con la ayuda del sudor, mientras movía lentamente sus pies, no podía estar inmóvil. Finalmente, abriendo sus ojos, aclaro su garganta.
Empezó a hablar con entusiasmo, levantando las manos y haciendo gestos hacía los niños, queriendo que ellos también se interesasen acerca de lo que les hablaba. Y a pesar que la directora y el maestro asentían detrás del hombre, los niños al igual que antes parecían no entender. Comprendiendo esto, las palabras que componían su discurso empezaron a cambiar. De la misma forma en que el ceño fruncido de los niños se convertía en una mueca de asombro. Pacientemente el hombre les explicaba de su experimento, y como este cambiaría sus vidas. Tal parece aquello no era algo navideño, sino una máquina, como cualquier televisor, refrigerador o celular. Acercándose a la máquina y enseñándoles a los niños unos cascos que no habían visto, les dijo que con ella nunca tendrían que volver a estudiar. De alguna forma que extraña, que sin importar la sencillez del habla los niños no podían entender, el maestro les podría pasar su conocimiento en cuestión de segundos. Todo lo que pensase el maestro en aquel momento, se guardaría profundamente en la memoria de los niños. Como si su cabeza fuese una alcancía y la materia su mesada semanal. Todo se encontraban asombrados pensando en lo mucho que podrían divertirse, y cuando el doctor, pues al parecer eso era, pidió un voluntario, absolutamente todos levantaron la mano.
Delante de él, en una silla de madera café descolorada, se encontraba un niño. Su piel era bastante pálida, por lo que en sus muñecas las marcas rojas tenían color a sangre. Estas estaban atadas a los brazos largos de la silla. Sus piernas igual permanecían atadas de la misma manera. Parecía estar dormido, o al menos inconsciente. Sin embargo, con cuestión de tiempo se movía, oscilando la cabeza y ojos. Parecía que dentro de aquel lugar, una pesadilla le perseguía, un monstruo a punto de comérselo, del cual era imposible escapar y ante quien irremediablemente iba a perecer. Era un sueño intranquilo del cual, por extraño que fuese, no quería despertar.
El maestro y el niño se posicionaron frente a frente, cada uno llevando puesto aquel casco extraño que estaba conectado a la máquina. Ambos con los ojos cerrados, concentrándose en la labor que había sido encargada a ellos por el doctor. El niño debía centrarse en una habitación en blanco, donde no hubiese nada, y a medida que sentía un cosquilleo en la nuca, esta se iba a empezar a llenar. Mientras tanto, el maestro debía visualizar el tema, en este caso la tabla del 12, y rápidamente el también sentiría el cosquilleo. Los niños miraban aquella caja asombrados, como la luz iba de un lado a otro. Querían ser parte del evento, se inclinaron tan hacía delante en sus sillas, que de pronto una caja de plástico conteniendo colores cayó al suelo. La caja se abrió y todos voltearon a ver el incidente, dejando en segundo plano la caja donde los colores empezaban a tornarse oscuros. En un segundo, el niño que estaba con el casco salió corriendo a la puerta, botando la caja al suelo. Lloraba y gritaba, como si un monstruo lo persiguiese, un monstruo dentro de aquella habitación. Apenados, la directora y el maestro se llevaron al niño, mientras el doctor y sus asistentes se quedaban recogiendo las partes de aquel excéntrico objeto. El niño fue visto pocas veces en aquella clase, ahora parecía distante y frio, tan diferente a aquella mañana del diez de enero. Hasta que un día, dejo de ser visto, tanto por sus compañeros como sus padres.
El hombre se levantó, martillo en mano, y empezó caminar de un extremo de la habitación a la otra. Después de algunos minutos, finalmente se acercó al niño, y con el extremo de madera lo golpeo en la cara. El niño despertó de un salto en la silla, sin poder realizar aquella acción realmente. Quiso gritar, gemir y maullar del dolor, pero la cinta adhesiva en sus tobillos, muñecas y labios lo inhibían de realizar cualquier acción. El hombre empezó hablar, más para sí que para el niño, quizá reafirmándose a sí mismo sobre el acto que estaba a punto de cometer. Cuando se es joven se bebe mucho, se cometen muchas estupideces decía. ¿Tomar, se preguntaba el niño? Como tomar agua o jugo, tenía que ver en esto. Los sucesos pasaron tan veloces en su mente como un rayo, cosas que no recordaba haber hecho, el golpe seco de un objeto quebrando algo y el sabor a oxido en la boca que no podía identificar. Había intentado redimirse, decía el hombre, durante veinte años había intentado redimirse. Educar a los menores, para ser listos, para no cometer sus mismos errores. Pero ahora su pasado había sido expuesto, su trabajo habría sido en vano. Con pesar, deteniéndose, pidió disculpas al niño, quizá la disculpa era consigo mismo. Con un movimiento abrupto, el martillo cayó cortando silencio en aquel lugar, dándole final al niño, como al hombre sin hogar aquella caliente noche de invierno, hace veinte años.
YOU ARE READING
Relatos
Short StoryConjunto de varios cuentos, todos ellos experimentos narrativos de un escribidor novato.