Cuestiones redondas

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—¿Está seguro que no desea que lo acompañe una escolta, su Majestad?—me preguntó el comandante de los soldados.

—No, mi general. Estoy perfectamente bien.

—Siempre he tenido una duda, mi Rey. Aquí entre nos...—dijo, acercándose más.—¿Por qué está emprendiendo este viaje sólo?

—Sé lo que está pensando, comandante. No, no es un simple acto de...egoísmo o egocentrismo. Yo creo que...bueno, comandante, en realidad, todos saben que yo siempre he peleado junto a mis compañeros de la Mesa Redonda. Pero la cuestión es que...simplemente ya no es lo mismo que antes.

—Disculpe la curiosidad, su Majestad, pero...¿qué es lo que pasó?

—Mmmh...Bien, le contaré la historia.

»En realidad, los caballeros de la Mesa Redonda,  incluyéndome, éramos inseparables. No había hazaña que hiciéramos sin ninguno de los doce.

En nuestra última aventura, en los alrededores del Volcán Gargantoa, nos encontrábamos todos juntos, huyendo de el ataque de fénix enfurecidos:

—Pero Arturo, ¿qué es lo que podríamos haber hecho mal?—gritaba sir Gawain.

—¡No lo sé!, Gawain! ¡Nunca había visto algo como esto!

—Los fénix no se enfadan así por así, tiene que haber pasado algo muy grave para ellos.

Corríamos a toda velocidad por las endiablados territorios del volcán, hasta que Perceval divisó algo:

—¡Arturo! ¡Son ellos! ¡Los caballos!

—Gracias al cielo, están dónde los dejamos.

Pero ahí empezó lo peor. Los fénix usaron toda su velocidad, y en vez de atacarnos, se pusieron enfrente de nosotros. Deberían ser unos 30.

—Estamos perdidos, Arturo.

Nos quedamos parados, expectantes al ataque de los fénix. Varios sacaron sus arcos, sabiendo aún así la gran desventaja.

Se fueron juntando más, hasta al punto de formar una pared de fuego. Pero parecía que aguardaban algo, incluso impacientes.

—Hey, caballeros.—dijo en voz alta pero temblorosa Perceval.— Algo he leído sobre estos fénix, y sobre muchas criaturas, en verdad. Y si es que si nos hubieran querido matar, ya lo habrían hecho hace tiempo.

—¿Qué hacen?—pregunté.

-Mira bien sus ojos, Arturo. Tratan de decirnos algo...

Eran ojos recriminadores, impacientes.

—Tratan de decirnos...de advertirnos...

Pero fue demasiado tarde. Un temblor potente empezó a retumbar en el lugar, varios con las justas podían mantenerse en pie. Una roca fue emergiendo del suelo, justo atrás de los fénix. Luego, para nuestra desgracia, nos dimos cuenta que era un gigante de fuego. Un imponente, gigante de fuego.

Los fénix se dispersaron, como dando su misión como fracasada.

—¡¡Corran!!

Partimos corriendo justo en la dirección contraria. El gigante daba pasos que retumbaban, como rocas cayendo del volcán. Arrancó un tronco de un abandonado árbol, y lo fue llenando de fuego, tenía un arma mortal en sus potentes manos.

—¡¿Qué rayos hacemos?!—gritó Bors.

Nos fuimos dando cuenta que los fénix iban en fila, como siguiendo una armonía, y nos sobrepasaban a todos.

Un Dilema para el Rey ArturoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora