Partí rumbo a la Meseta de los Bárbaros, la cual se encontraba en la Provincia de Assenghard, un lugar que, según los libros y el mapa que portaba en mi alforja, se encontraba a una distancia media, pero bastante peligrosa. Peligrosa sobre todo, por el Cañón de Pórtogo, un lugar por el que surgían muchas leyendas sobre muertos vivientes y fantasmas. Un lugar, que evadería con un simple puente. Pero antes de este cañón, pasé por un pueblo. Un pueblo amado por todos, odiado por mí: el pueblo de Illidrom.
Era una bonita mañana. El Sol iluminaba cada espacio del bosque por el que cabalgaba. Horas antes, ya había partido del Castillo.
Contrario a muchos reyes, yo nunca llevo escolta o guardia personal. Al menos no desde el Castillo. Y al menos no desde mi último viaje largo al Volcán Gorgantoa. Desde ahí he tenido y tendré la costumbre de hacer sólo mis viajes. Si se me une alguien a la aventura, es por causas externas a mi decisión.
No crean que llevo sólo a Excalibur, un portentoso escudo, y un magnífico arco con las mejores flechas fabricadas en el reino, sino llevo muchos artilugios más. Curiosamente, estos objetos no los llevé por mi cuenta yo, sino que los obtuve de diversas personas en el pueblo.
Antes de salir del castillo, di la orden que mi salida no se hiciera pública en el pueblo ni en ningún otro lugar. No podía armar un revuelo innecesario por todo el lugar por el que pasara. Aparte de los peligros que yo conllevaría por simplemente anunciar mi salida, anunciar la salida de un rey no es cosa de juego. Un rey tiene enemigos por todos los flancos, no se puede tomar un anuncio así tan a la ligera.
Es por ello que al salir cabalgando por una de las puertas más vigiladas del Oeste, pasé a una velocidad endiablada por el puente que protegía todo aquel que pasara de morir ahogado por las aguas del foso. Ante las miradas atónitas de todos los soldados, exclamé:
-¡Les ordeno a todos que mantengan mi salida en secreto! ¡Nadie, repito, nadie, debe enterarse de que alguna vez el Rey Arturo piso tierra ajena al Castillo esta mañana! ¡¿Entendido?!
-¡¡Sí, Su Majestad!!-gritaron a la par todos los guardias del puente.
Dicho esto, saqué de mi alforja una capucha y me la amarré ágilmente. Esta cubría toda la parte posterior y superior de mi cabeza. Saqué, además, un paño del mismo color que la capucha y me lo amarré a la boca. Por estas tierras era muy común ver a gente llevar estas pintas, así que no causaría revuelo entre la gente.
Contrario a lo que se solería pensar, estas fachas que llevo no son las de un mercenario o una persona fugitiva, si no que era una de las maneras más conocidas en el pueblo de vestir de los soldados. Este tipo de vestimenta se había hecho tan popular, que ya toda la gente sabía al ver a alguien con estas vestimentas, que era un soldado ocupado de resguardar la paz en el lugar.
Así, pasaría simplemente desapercibido como un soldado más. ¿Qué quién había dado la orden de que todos los guardias del pueblo vistieran así? Yo. Regresando de mi último viaje, el viaje a las fosas del volcán Gargantoa, pasé por muchos pueblos que suelen vestir así, dándome así la idea de vestir de la misma manera a mis soldados.
Al principio se veía como algo anticuado y fuera de lugar para el contexto, pero después la moda fue aceptada por toda la multitud. Ahí me di cuenta el poder increíble que tienen las multitudes, un poder con el que puedes hacer que la gente siga el bien o el mal, y el que tiene este poder, tiene en sus manos la responsabilidad de la gente.
Bajé como un rayo por las colinas, haciendo una señal de saludo a todos los guardias por los que pasaba.
Al llegar al claro de un bosque, ví al fondo el pueblo donde todo hombre soñaría con vivir.
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Un Dilema para el Rey Arturo
PertualanganHabía una vez, un rey muy valiente, que despertó un día con mucha energía. Recibió un llamado a un gran Torneo, un Torneo al que solo podían asistir Reyes, los más poderosos Reyes del mundo. Aunque extraña la propuesta, el rey decidió ir, sin darse...