Con el tiempo he comprendido que no todas las pesadillas se viven soñando. Los peores monstruos toman forma humana, saben ser despiadados y se retroalimentan los unos de los otros. Es por eso que a medida que conozco a más personas, más entiendo a la soledad. Pero el aislamiento no es siempre una buena compañera, sobre todo cuando se deja la supervivencia en manos de la memoria. Soy consciente de todas las personas a las que he dejado atrás, de los errores que he cometido y de lo que podía haber hecho mucho mejor, pero ya no hay nada que pueda cambiar. Ya he conocido todos los tintes que tiene la tristeza y la peor es el desconsuelo que ya no te hace llorar pero sí que te vacía por dentro. Ya no tengo nada y las cadenas que cuelgan de mis muñecas me lo recuerdan cada día que paso confinada en este cascarón. Mi vida ya no es mía, la libertad se me ha privado y ahora mi existencia es igual o menos importante que la de un perro. El único consuelo que me queda es morir cuanto antes. Tal vez sean generosos y no me hagan sufrir demasiado.
—¡Hemos llegado a Declan! — se alcanzó a escuchar en la bodega del barco.
Las mujeres que me acompañaban en aquel calvario comenzaron a llorar desconsoladas. Sentía compasión por ellas porque todavía ansiaban la libertad. Yo, por el contrario, llevaba tantos días esperando que me llegara la muerte que la vida se me antojaba extraña mientras me sentaba esperando aquello que no sabía si llegaría.
—¡Arriba, malditas rameras! — vociferó un hombre fornido al que le escaseaban los dientes mientras bajaba las escaleras— ¡He dicho que arriba!
Me levanté del suelo, no sin esfuerzo, y esperé hasta que dieran las órdenes de marchar. Hubo mujeres que se negaron a obedecer y que recibieron fuertes golpes como respuesta. Al final todas nos pusimos en pie y aquello hombres comenzaron a ordenarnos por filas.
—¡En marcha!
Zarandearon mis cadenas y me obligaron a caminar. Salimos al exterior y la luz del sol me hirió los ojos. Los cerré para protegerlos, con la tan mala suerte que tropecé con el último escalón y estuve a punto de caerme de bruces contra el suelo, pero no lo hice.
—¿Es que no sabes caminar, estúpida? — me reprendió uno de los marineros mientras tiraba de mis ataduras.
Bajamos de aquel barco destartalado y nos llevaron escoltadas hasta lo que deduje que era una de las plazas principales la ciudad de Declan. Nos colocaron en fila como quien coloca su género de pescado en su puesto, y los hombres se pasearon delante nuestra sin reservarse sus risas y comentarios obscenos. Una mano me tocó la barbilla y me obligó a levantar la cabeza. Ante mí, un hombre con exceso de peso y el rostro empapado de sudor me miraba como quien mira un costillar recién cocinado.
—¿Cómo te llamas, niña?— demandó saber.
—¡Jaine, no toques mi mercancía sin comprar antes! — le reprendió el esclavista con muy mala uva.
Aparté mi cabeza de su húmedo contacto y volví a anclar la mirada en mis zapatos. Escuché cómo bufaba descontento, pero para mi sorpresa no hizo nada más: ni insultarme, ni pegarme. Nada.
—¡Empiezan las subastas, señores! — exclamó un hombre bien vestido con voz atronadora.
Agarraron a las muchachas de una en una, y las vendieron al mejor postor. Cuando llegó mi turno, la puja no tardó en comenzar.
—¡Una moneda de oro!
—¡Una de oro con cinco peniques de plata!
—¡Tres!
—¡Tres oros y cuatro peniques!
A medida que la puja aumentaba, curiosos se apiñaba entorno a nosotros, y la sonrisa de mi raptor se ensanchaba más y más imaginándose la gran cantidad de dinero con la que volvería a casa.
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La furia de los olvidados
Short StoryTras el golpe de estado, la familia Asher se adueña del trono y comienza una década de conquista y terror en los que los gritos de insurrección no tardarán en escucharse. Después de una serie de ataques en el norte del continente, los soldados ash...