—Aquí no tenemos esclavos, puedes hacer lo que te venga en gana— comentó el soldado mientras se levantaba, no sin esfuerzo por la herida, y se dirigía a su improvisado escritorio—. Puedes ir a cualquier lado que se te antoje, pero no podrás nombrarle a nadie donde has estado.
—Con todos mis respetos, señor. Pero no seré libre hasta que no destruya los papeles de mi esclavitud.
— ¿Y dónde están esos dichosos papeles?—demandó saber sin disimular el cansancio en su voz.
— Se lo entregaron al hombre que me compró en la ciudad, señor.
Asintió y seguidamente volvió a sentarse. Era incapaz de estar de pie.
— No debes preocuparte, ordenaré que los quemen en cuanto Milo reciba su castigo.
—¿Ocurre algo? —demandó saber.
Me sorprendí al escuchar aquello. Parecía que aquel hombre había sido capaz de leerme la mente. Sabía que estaba preocupada.
—No debería forzar la pierna, o abrirá de nuevo la herida — agarré un cuenco con agua y un trozo de tela limpia que descansaban en el suelo y caminé hasta estar a su lado—. Si me permite...
Me agaché ante él, mojé la tela en el agua y seguidamente, limpié la sangre seca de su piel.
—No es necesario que lo hagas— me espetó.
—Pero es lo que quiero hacer.
No sentía que le debía nada a este hombre pese a devolverme la libertad, pero mi madre me enseñó a cuidar de los enfermos, y ante todo, a nuestros guerreros. No podría dormir tranquila si hubiera sabido que no ayudé a un hombre con una herida infectada que le podría provocar la amputación de su pierna e incluso la vida. Le quité las vendas y mi cara debió expresar todo lo que pensaba, porque de inmediato aquel hombre se puso nervioso.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos que volver a coser esta herida. Limpiarla y hacerle unos puntos decentes—le informé—. ¿Cree que podrían facilitarme unas gasas limpias, aguja e hilo?
—Claro.
Kael llamó a los hombres que custodiaban su puerta y pocos segundos después, apareció una anciana con todos los utensilios que había demandado.
—Te presento a la señora Yutema — dijo el guerrero mientras se recostaba sobre su silla—. Es la mujer que nos pone en cintura a todos.
—Es un placer, señora.
—¿Eres la esclava que ha traído Milo? — interrogó la anciana. Tenía la mirada fría y dura, no se molestaba en disimular su desconfianza.
—No es una esclava — la corrigió Kael—, ya no.
Aquel comportamiento me llamó la atención. Deduje que aquella mujer tenía la lengua afilada y la confianza suficiente como para hablar delante de aquel hombre, al que todos los hombres le obedecían. Aunque también podía ser descaro. Los ancianos eran así, no tenían nada que perder.
—Entonces se marchará, ¿no?
—Puede hacer lo que le dé la gana—comentó Kael. Disimulaba muy bien su dolor—. Aunque, tus nociones de medicina podría venirnos muy bien.
Le miré y en su mirada pude apreciar sinceridad. Quería que me uniera a ellos y aunque debería de sentirme alagada por ello, en realidad tenía miedo. Hacía poco tiempo que había perdido a toda la gente que quería y que llamaba hogar. No estaba dispuesta a perderlo dos veces. Pero la verdad era que tampoco tenía otro sitio a donde ir.
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La furia de los olvidados
Short StoryTras el golpe de estado, la familia Asher se adueña del trono y comienza una década de conquista y terror en los que los gritos de insurrección no tardarán en escucharse. Después de una serie de ataques en el norte del continente, los soldados ash...